Por Enrique Ubieta Gómez
La derrota de Cuba en el II Clásico Mundial de Béisbol nos duele a todos los cubanos. Es un sentimiento natural que embarga a los aficionados de cualquier deporte. Cuando en cada Mundial de Fútbol las naciones con mayor tradición pierden a sus equipos, se produce en ellas un estado de frustración general. Pero este Clásico ha derribado ciertos mitos y establecido algunas pautas para la meditación. Quiero hoy referirme a ellos:
1-Si la meca histórica y casi absoluta del mejor béisbol era hasta hace pocos años Estados Unidos, centro del robo de talentos latinoamericanos y de otros países, sobre todo por los altísimos salarios que los deportistas devengan, y por la obsesiva relación que el mercado establece entre el dinero y la calidad –para que una mercancía consiga comprador, más que ser buena debe parecerlo--, en estos momentos se reconoce la existencia de otros polos no menos fuertes: Asia (ligas de Japón y de Korea), Cuba y –todavía en ascenso--, Europa;
2-Los equipos nacionales de esas otras ligas, todas profesionales excepto la cubana (el concepto de profesionalismo nada tiene que ver con el tiempo que dedica el deportista a su especialidad, sino con su leit motiv: los cubanos no ganan según su desempeño, por lo tanto no juegan por dinero), aunque obtienen menos ingresos, son más cohesionados, y más entregados que los de la llamada Gran Carpa;
3-Si en el I Clásico pocos pensaban que Cuba superaría la primera ronda, en este los aficionados y muchos especialistas apostaban por su triunfo. Cuba era reconocida como potencia del béisbol mundial. Entre uno y otro mediaba el subcampeonato cubano del I Clásico, pero sobre todo, la certeza –comprobada una vez más en el transcurso del II Clásico--, de que las llamadas Grandes Ligas no tienen el monopolio del mejor béisbol. Ello también hace más dolorosa una derrota que en el I Clásico hubiese pasado como “normal”;
A estos presupuestos y sentimientos se adiciona un elemento extra: Cuba representa en cada Clásico al único país del mundo cuyos deportistas no se forman ni se tratan como mercancías. Si los peloteros cubanos no “suenan” en el star system –que es la vitrina para la compra venta de símbolos: actores, deportistas, “hombres y mujeres de éxito”--, es porque no reciben salarios millonarios y no aparecen en los spots televisivos de la Coca Cola o de la Adidas; pero si no están en las páginas “sociales” de la prensa burguesa, es porque no son “ejemplos” a seguir por el joven consumidor que se quiere moldear. Los nuestros no son de Grandes Ligas. Son románticos en un mundo pragmático. Si además son buenos, pues son un peligro. Son tan subversivos como los médicos que salvan vidas sin enriquecerse. Por eso muchos deseaban su derrota y alentaban las deserciones, aunque esta vez midieran cada palabra, y se reservaran cualquier expresión que los delatara por anticipado. Cada deportista o cada médico que deserta, que se deja comprar, es un pequeño triunfo de la desesperanza y los medios lo presentan con cinismo y complacencia como prueba de que no es posible la virtud.
Este presupuesto sin embargo no puede ocultar un hecho: el béisbol es hoy mucho más universal y competitivo que antes. Y Cuba debe reajustar su entrenamiento al nivel de la ciencia y de la tecnología contemporáneas. No contamos con la riqueza material de otras naciones, pero sí con la intelectual. No somos los mejores, aunque nadie duda que seamos parte de la elite. Las Grandes Ligas ya no son un misterio: Cuba ha derrotado en los dos Clásicos a Panamá, a República Dominicana, a Venezuela, a Puerto Rico, a México, a Australia, conjuntos todos conformados por estrellas de Grandes Ligas y de sus sucursales. Y derrotaríamos de presentarse la ocasión a Estados Unidos con todas sus grandes figuras, como hicieron ya Venezuela y Puerto Rico. Fidel lo dijo: somos los únicos culpables de nuestras deficiencias. Es cierto que hay que buscar la manera de topar más con los asiáticos, de aprender de ellos y –de no existir impedimentos mercantiles, que son también políticos--, de topar con peloteros de cualquier otra Liga. Pero la solución no es, como algunos desean, la inclusión de Cuba en el mercado del deporte. Hay que defender este espacio para el deporte “romántico” (prefiero decir humano, revolucionario) frente al impetuoso avance del capitalismo depredador e inhumano; pero hay que defenderlo sin complejos, ni falsos sacrificios. Cuba ha demostrado que es posible alcanzar la cima sin vender los principios, que se puede ser bueno, exitoso, competitivo, sin subordinar la cultura física, la recreación y el espíritu deportivo a las exigencias del mercado capitalista. A diferencia de lo que preconizaban los decimonónicos poetas del romanticismo, los deportistas revolucionarios no defienden “el pasado”, sino el futuro; a pesar de la derrota –es decir, de no poder discutir el título como deseábamos--, Cuba venció en el II Clásico, una vez más, a quienes alientan el fantasma del deporte rentado.
La derrota de Cuba en el II Clásico Mundial de Béisbol nos duele a todos los cubanos. Es un sentimiento natural que embarga a los aficionados de cualquier deporte. Cuando en cada Mundial de Fútbol las naciones con mayor tradición pierden a sus equipos, se produce en ellas un estado de frustración general. Pero este Clásico ha derribado ciertos mitos y establecido algunas pautas para la meditación. Quiero hoy referirme a ellos:
1-Si la meca histórica y casi absoluta del mejor béisbol era hasta hace pocos años Estados Unidos, centro del robo de talentos latinoamericanos y de otros países, sobre todo por los altísimos salarios que los deportistas devengan, y por la obsesiva relación que el mercado establece entre el dinero y la calidad –para que una mercancía consiga comprador, más que ser buena debe parecerlo--, en estos momentos se reconoce la existencia de otros polos no menos fuertes: Asia (ligas de Japón y de Korea), Cuba y –todavía en ascenso--, Europa;
2-Los equipos nacionales de esas otras ligas, todas profesionales excepto la cubana (el concepto de profesionalismo nada tiene que ver con el tiempo que dedica el deportista a su especialidad, sino con su leit motiv: los cubanos no ganan según su desempeño, por lo tanto no juegan por dinero), aunque obtienen menos ingresos, son más cohesionados, y más entregados que los de la llamada Gran Carpa;
3-Si en el I Clásico pocos pensaban que Cuba superaría la primera ronda, en este los aficionados y muchos especialistas apostaban por su triunfo. Cuba era reconocida como potencia del béisbol mundial. Entre uno y otro mediaba el subcampeonato cubano del I Clásico, pero sobre todo, la certeza –comprobada una vez más en el transcurso del II Clásico--, de que las llamadas Grandes Ligas no tienen el monopolio del mejor béisbol. Ello también hace más dolorosa una derrota que en el I Clásico hubiese pasado como “normal”;
A estos presupuestos y sentimientos se adiciona un elemento extra: Cuba representa en cada Clásico al único país del mundo cuyos deportistas no se forman ni se tratan como mercancías. Si los peloteros cubanos no “suenan” en el star system –que es la vitrina para la compra venta de símbolos: actores, deportistas, “hombres y mujeres de éxito”--, es porque no reciben salarios millonarios y no aparecen en los spots televisivos de la Coca Cola o de la Adidas; pero si no están en las páginas “sociales” de la prensa burguesa, es porque no son “ejemplos” a seguir por el joven consumidor que se quiere moldear. Los nuestros no son de Grandes Ligas. Son románticos en un mundo pragmático. Si además son buenos, pues son un peligro. Son tan subversivos como los médicos que salvan vidas sin enriquecerse. Por eso muchos deseaban su derrota y alentaban las deserciones, aunque esta vez midieran cada palabra, y se reservaran cualquier expresión que los delatara por anticipado. Cada deportista o cada médico que deserta, que se deja comprar, es un pequeño triunfo de la desesperanza y los medios lo presentan con cinismo y complacencia como prueba de que no es posible la virtud.
Este presupuesto sin embargo no puede ocultar un hecho: el béisbol es hoy mucho más universal y competitivo que antes. Y Cuba debe reajustar su entrenamiento al nivel de la ciencia y de la tecnología contemporáneas. No contamos con la riqueza material de otras naciones, pero sí con la intelectual. No somos los mejores, aunque nadie duda que seamos parte de la elite. Las Grandes Ligas ya no son un misterio: Cuba ha derrotado en los dos Clásicos a Panamá, a República Dominicana, a Venezuela, a Puerto Rico, a México, a Australia, conjuntos todos conformados por estrellas de Grandes Ligas y de sus sucursales. Y derrotaríamos de presentarse la ocasión a Estados Unidos con todas sus grandes figuras, como hicieron ya Venezuela y Puerto Rico. Fidel lo dijo: somos los únicos culpables de nuestras deficiencias. Es cierto que hay que buscar la manera de topar más con los asiáticos, de aprender de ellos y –de no existir impedimentos mercantiles, que son también políticos--, de topar con peloteros de cualquier otra Liga. Pero la solución no es, como algunos desean, la inclusión de Cuba en el mercado del deporte. Hay que defender este espacio para el deporte “romántico” (prefiero decir humano, revolucionario) frente al impetuoso avance del capitalismo depredador e inhumano; pero hay que defenderlo sin complejos, ni falsos sacrificios. Cuba ha demostrado que es posible alcanzar la cima sin vender los principios, que se puede ser bueno, exitoso, competitivo, sin subordinar la cultura física, la recreación y el espíritu deportivo a las exigencias del mercado capitalista. A diferencia de lo que preconizaban los decimonónicos poetas del romanticismo, los deportistas revolucionarios no defienden “el pasado”, sino el futuro; a pesar de la derrota –es decir, de no poder discutir el título como deseábamos--, Cuba venció en el II Clásico, una vez más, a quienes alientan el fantasma del deporte rentado.
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