Por Ernesto Pérez Castillo
Osama bin Laden está muerto, así lo declaró al mundo Barack Obama. Ya desde el hecho de que lo anunciara usando una formula tan engañosa: “está muerto” –en la que hasta pareciera que el terrorista se murió él solito–, deja ver cómo el Premio Nóbel de la Paz se empeña en tirar la piedra y luego lavarse las manos.
La verdad monda y lironda es que Obama debió decir: “He ordenado matar a Osama bin Laden”. Pero es que la avalancha de lodo que esta nueva bravuconada yanqui arrastra es de apaga y vamos, puesto que la ejecución extrajudicial del numero uno de Al Qaeda vuelve a poner al desnudo las vergüenzas del Imperio.
Vale recordar ahora que cuando en diciembre de 1989 al entonces presidente de los Estados Unidos George H. W. Bush –el otro Bush– se le metió entre tarro y tarro capturar al General Noriega, Jefe del Gabinete de Guerra de la República de Panamá, enviaron hacia el istmo a 26 000 soldados de las unidades de elite, de los comandos navales, del ejército y de la 82ª División Aerotransportada, y la invasión terminó costando entre 3 000 y 6 000 civiles panameños muertos bajo los indiscriminados bombardeos al barrio El Chorrillo, donde se encontraban las oficinas del General Noriega.
No obstante, la orden era capturar al General, y así fue cumplida: Noriega fue apresado vivo, trasladado a los Estados Unidos, presentado ante un tribunal y puesto tras las rejas. Y Noriega tenía un ejército para defenderse.
¿Cómo se explica entonces que Osama bin Laden resultara muerto, si estaba no en una cueva ni en un bunker, sino en un complejo habitacional junto a su familia, con apenas dos escoltas?
Lo mejor lo ha dejado caer a última hora Jay Carney, el portavoz de la Casa Blanca: bin Laden “no estaba armado”. Claro que Carney o es muy cínico o es muy estúpido, pues tras soltar eso acotó que aunque no tuviera armas consigo “no es necesario estar armado para oponer resistencia”. Seguramente el terrorista se disponía a arañar y morder a sus captores.
El caso es que Osama bin Laden recibió al menos un disparo en la cabeza y otro en el pecho, y no hay evidencia más clara que esa de que lo querían muerto y bien muerto, pues para neutralizarlo, y capturarlo vivo, si eso quisieran, no era necesario despedazarle el cráneo ni destrozarle el corazón.
Sobre ello, Barack Obama ha comentado “se ha hecho justicia”. Esa justicia no puede ser otra que aquella de la bárbara Ley del Talion que exigía vida por vida, ojo por ojo, diente por diente, mano por mano, pie por pie, quemadura por quemadura, herida por herida, golpe por golpe.
¿Y esa “justicia” es la que el hombre del “cambio” le propone al mundo? Pues sí, y pues porque le conviene. No hay explicación humana que justifique que mientras en la guerra contra el terrorismo desatada por el segundo Bush se han secuestrado centenares de personas en medio mundo –y se les ha torturado y confinado por años en la ilegal Base de Guantánamo para sacarles información, llevando incluso a algunos al suicidio–, ahora, cuando de pronto tienen entre las manos al líder de Al Qaeda, sencillamente aprietan el gatillo, y se deshacen de su cadáver bajo las aguas.
Y en el camino hacia esa muerte, otra vez, el gobierno de los Estados Unidos se ha saltado todas las normas internacionales, al enviar a un comando armado a violar las fronteras de un país extranjero, y penetrar allí clandestinamente para darle muerte a alguien señalado con el pulgar hacia abajo del emperador.
¿Por qué el presidente de los Estados Unidos ordenó la muerte de Osama bin Laden? ¿Por qué lo prefirió muerto a las carreras antes que enjuiciado? ¿Por qué no se intentó siquiera un interrogatorio, cuando era una fuente tan valiosa de información? Obvio que precisamente por eso: porque lo querían silenciado, y una muerte rápida y certera era la única forma de asegurar que bin Laden mantuviera su boca bien cerrada.
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