martes, 28 de abril de 2009

Una vieja entrevista con Eduardo Galeano (III)

Por M. H. Lagarde

-Pasando a tu segundo libro, Los fantasmas del día del león y otros relatos. Dice Benedetti en el prólogo de este libro que lo que habías logrado en él, a pesar de tu juventud, fue gracias a una cantidad de lecturas. ¿Qué libros fueron estos?

-Yo estaba muy marcado en aquel tiempo por las influencias. Los fantasmas… es un libro donde esas influencias están delatadas con una evidencia vergonzosa. Yo no tenía entonces un lenguaje propio. Lo estaba buscando. Creo que lo encontré más tarde, que tengo ahora un lenguaje propio pero no lo tenía en aquel tiempo. Es un libro de mi prehistoria, todavía no era un escritor, estaba buscándome a mí mismo y estaba sin duda muy marcado por algunas lecturas de Bolívar, Pavese, muy especialmente ellos dos, pero no solamente ellos, también Faulkner, Pratolini, básicamente. Los norteamericanos y los italianos, y también algunos poetas españoles. A mí me influyó en aquel período mucho más la poesía española que la prosa española. Redescubrí La Edad de Oro, la gran literatura española, años más tarde, cuando leí Quevedo y Cervantes, ya no obligatoriamente, como hace uno mientras estudia. sino por puro placer. Entonces no me reconocí mucho en la prosa española del siglo XIX y XX. Sí en la poesía, mucho. Para mi España es un país de poetas.

-Y desde el punto de vista periodístico?

-Tuve algunos maestros en el Uruguay, Don Carlos Quijano. Básicamente, Don Carlos Quijano y Vivian Trías, quien enseñó a nacionalizar el marxismo. O sea, a integrar eso que también estaba roto dentro de mí, o que estaba fracturado dentro de todos nosotros. Era un sistema de ideas que recibíamos en cursos que hacíamos. Yo leía El Capital colectivamente siendo muy joven pero era una cosa, como te diría, marciana a la realidad nacional, porque no estaba conectada con la vida cotidiana, con la historia patria, con las cosas que de veras ocurrían en aquel lugar del mundo y que en todo caso, los jóvenes socialistas, en aquel período, sentíamos como la necesidad de que la realidad se adaptara al esquema que la interpretaba. Años después, nos fuimos dando cuenta que esto no conducía más que a sucesivos desastres. Yo aprendí mucho con Trías en cuanto a la necesidad de nacionalizar el marxismo. O sea, que había un cuerpo de ideas, un sistema de interpretación de la realidad, que además de interpretarla, te proporcionaba los instrumentos para cambiarla. Pero era necesario nacionalizar ese sistema. Darle raigambre nacional para que pudiera de veras florecer en nuestro suelo, ya no como una flor, ya no como una planta exótica venida de afuera, que se acostumbraba mal a las desventuras del clima sino como algo brotado de los adentros de nosotros mismos. Vivian Trías me enseñó eso, y me enseñó también a redescubrir la historia. Yo había sido un pésimo estudiante de historia por las mismas razones por las que soy un pésimo visitante de los museos. No bien entro a un museo, empiezo a sentir una desesperada necesidad de salir. Una angustia de irme. Y por la misma razón cada vez que yo entraba al pasado en los cursos de historia obligatorios en la escuela, en el liceo, yo sentía una necesidad de irme cuanto antes. Una sensación de muerte, de estar visitando un museo de cera, de estar visitando un cementerio. En realidad ahora me lo explico, porque se enseña la historia como una visita al cementerio y sin ningún vínculo con mi vida real, con mi vida viva. Y Vivian Trías me enseñó a reconocer la historia. El era un hombre muy de café. Murió, murieron los dos, mis dos maestros son muertos: Carlos Quijano y Vivian Trías. Me acuerdo porque me pasaba con ellos horas en los cafés. Él contaba historias las guerras gauchas y las sentía como propias. Yo sentía que eso me estaba ocurriendo. Hablaba de una batalla en términos que no eran militares y yo había padecido una historia reducida a un desfile militar. O sea, la historia latinoamericana se enseñaba como una historia militar. Llena de próceres de uniformes, las medallas tintineantes en el pecho, seres de bronce y de mármol, en su mayoría o casi todos militares. Era una historia militar. Trías contaba una batalla y no era un hecho militar, era humano. Recuerdo también algo que me pasó en ese período. Yo tenía unos veinte años. Tenía un amigo, Carlos Bonavita. Le decíamos el enano, porque era enorme de grande. Había tenido un tío abuelo que había sido cronista en las guerras gauchas en el Uruguay, entre liberales y conservadores, en el campo uruguayo, que allá se llamaron colorados y blancos. Una vez estábamos en la casa con este amigo. Tomando mate con el enano, que también murió, lo desaparecieron en Buenos Aires. Estábamos en su casa y él me mostró los partes de guerra de su tío abuelo. Al principio los miré sin ningún interés porque todavía sentía que el pasado era una tentación de muerte que arrastraba al tiempo presente al fondo de los abismos. No lo sentía como una catapulta de vida. No sabía que el pasado podía vivirse como tiempo presente y que podía encontrar el él algunas luces iluminadoras de los tiempos que vienen. Y bueno, sin mucho interés, me puse a hojear aquellos cuadernos y encontré uno maravilloso que me destapó los ojos porque uno tiene muchas telarañas en los ojos y se los va destapando. Uno se va limpiando la mirada a medida que la vida vive y que los años pasan. Cuando la vida se vive de verdad, uno se va destapando los ojos, va aprendiendo a mirar. Ese parte de guerra era un parte hecho por ese hombre, el tío abuelo de mi amigo, sobre la batalla a la orilla de un arroyo. Estaba contando los muertos de un bando y del otro. Se contaban por el color de las binchas, el color de los pañuelos que tenían en la frente, según fueran blancos o colorados, y dio vuelta a un muerto y se encontró con un ángel, con un muchacho bellísimo, muy hermoso que tenía una bincha blanca y pelo negro, largo. Había muerto de ojos abiertos y era asombrosamente bello, y este hombre, había quedado estupefacto ante la belleza de aquel muerto. Tenía el pelo negro rojo de sangre porque una bala le había entrado por la sien y en la bincha tenía escrito: “por la patria y por ella”. La bala había entrado en la palabra ella y yo sentía que había algo. Digo, yo tengo que ver con esto. Digo, esto me está ocurriendo. Esto que pasó hace sesenta años me está pasando ahora pero como señales, presentimientos, de los que después yo escribiría. Pienso en Memorias… Son como pequeños resplandores iluminando un camino literario posible pero yo no tenía la más puta idea de que eso no podía llegar a ocurrir. Y además de Vivian Trías a mi me influyó mucho Carlos Quijano.
Vivían Trías era un político Uruguayo y escritor socialista. Fue diputado, escribió varios libros, hizo periodismo pero no era su actividad principal.

-Carlos Quijano sí era un periodista de toda la vida.

-Sí; fundador del semanario Marcha y director de Marcha hasta el final. Había formado varias generaciones en el país. Las había enseñado a pensar a través de Marcha. Esta ejerció una suerte de magisterio intelectual muy importante en el Uruguay y pienso en América Latina. Por lo menos, eso me dicen a mí amigos que me encuentro en México, en los lugares más diversos. Hasta que la dictadura acabó con Marcha en el año setenta y cuatro. Don Carlos, que murió en el exilio, murió en México, me enseñó mucho. Yo fui secretario de redacción de Marcha a los diecinueve años y me formé mucho con él. Era un hombre ya mayor, tenía cuarenta años más que yo, pero era como un adolescente, caprichoso, emperrado, de modo que nos peleábamos continuamente. Yo lo admiraba mucho y nunca se lo dije por la manera de ser. Nosotros no somos de decirnos las cosas. Él me enseñó primero el rigor. Me enseñó que el periodismo era una forma de literatura. Me enseño a ser muy exigente. Rechazaba la mayor parte de las cosas y con un gesto, no de desdén, sino de algo que a mi me hería mucho, más que el desdén, como te diría, de alguien que se siente súbitamente defraudado. Un gesto de desencanto, decía: “Pero esto no es digno de ti.” Yo le proponía un título para una nota y me decía: No puedo creer, no puedo creer, no puedo creer: a los veinte años en plena decadencia.
Eso me enseñó a no estar conforme con lo que yo hacía nunca, a pelear las palabras. A luchar por pulir el lenguaje para decir la mayor cantidad de cosas con la menor cantidad de palabras. A alegrar el estilo. Él decía: “en periodismo no hay nada peor que el estilo triste, triste como galope de vaca. No sé si has visto una vaca galopando. Bueno, me enseñó a ser breve, a ser preciso y a exigirme un nivel de calidad cada vez más alto en esos trabajos periodísticos que yo todavía no había integrado a mi quehacer literario. Yo todavía sentía que la literatura era una cosa y el periodismo otra, y que la literatura sí que era seria porque era para ser publicada en libros y a los libros no se los lleva el viento. El periodismo era una aventura fugaz. Él me enseñó que eso no era verdad. Uno tiene que jugarse entero como si fuera la primera y la última que uno va a escribir. Y también me enseñó que no hay que alquilarse ni venderse y que eso es posible en América Latina. En condiciones aparentemente tan terribles para un periodismo independiente es posible no venderse, ni alquilarse, y Marcha ni se vendió, ni se alquiló, y vivió muchos años, desde el treinta y nueve hasta el setenta y cuatro. Cada semana, ofreciendo a los lectores un manantial de aguas claras para beber sin que jamás el periódico se agachara ante ninguna presión de ningún tipo. Todos sabemos que los japoneses tienen razón cuando dicen que el estómago es la vergüenza de la cara y hay muchas cosas que uno no siente, que está obligado a hacer, porque al fin y al cabo la libertad de las ideas depende también de ciertas condiciones materiales.
Sin embargo, él, contra viento y marea, atado al mástil. navegó en aquellos mares bravíos sin ceder nunca ni un milímetro. Era un hombre de principios y murió siéndolo y jamás se bajó de su barquito. Él me enseñó mucho de calidad de escritura; me enseñó a escribir de temas complejos y áridos con un lenguaje que fuera atractivo, seductor y me enseñó también la dignidad del oficio. Me fue orientado para que tuviera un sentido cada vez más claro de la responsabilidad que tiene quien escribe. Yo trabajé a su lado mucho tiempo y supe que él no hacía concesiones sin darse cuenta, y un buen día descubrir que uno ha cometido un voluntario crimen, quizá suicidio, de la propia alma. No se equivocan los indios huichales cuando dicen que hay que tener mucho cuidado cuando uno anda por el mundo porque el alma se te cae en cualquier descuido. Los indios huichales de México, de la sierra de Nayarit, creen que el alma es muy chiquitita, más que una pulga, y en cualquier descuido se cae y después cuesta muchísimo encontrarla. Hay buscadores de almas. El sacerdote, el brujo que tiene que andar por los caminos buscando el alma perdida, no siempre la encuentra. Lleva una cañita con un algodón para recogerla, cuando la encuentra, porque es muy delicada el alma. Y soplársela de nuevo en el pecho a quien la perdió que está moribundo, en agonía. Hay que tener mucho cuidado de que el alma no se te caiga. En cualquier descuido se te cae. En ese sentido, este oficio es muy peligroso porque se corre el peligro de perder el alma en cualquier descuido o de irla perdiendo de a poco en la medida que uno vaya cediendo a las presiones de afuera, enemigas de lo que uno de veras cree, de lo que uno de veras siente, todos los mecanismos de censura o de autocensura, característicos del oficio periodístico, y en general, de todos los que utilizamos la palabra como un medio de expresión, como un medio de comunicación.

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› Una vieja entrevista con Eduardo Galeano (II)

(Continuará...)

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