- El momento de esa crisis coincide con el triunfo de la revolución Cubana. ¿Qué significó, para un Galeano de 19 años, ese hecho?
-Coincide con un principio de ciclo de mi propia vida y la de Cuba, porque fíjate que el primero de enero de 1959. La realidad habla un lenguaje en metáforas que se vuelve símbolos, una conjunción de símbolos que anuncian, eso es lo que tienen en común, una vida nueva. Y bueno, yo como que nací de nuevo a partir de esa crisis. Incluso por el nombre. Los nombres van marcando estas etapas. Hay un pintor japonés, Hokusai, que cambió de nombre sesenta veces y cada una de las veces iba marcando un renacimiento. Galeano es mi segundo apellido, no el primero. Yo firmaba siempre, al principio los dibujos, catellanizando el apellido de un abuelo dio que vino de Gales, hace un siglo y medio o más de un siglo y medio. Y entonces como se escribe Hughes, yo lo castellanizaba Gius, y así firmaba. Después de esta crisis como que necesito darle forma a esa especie de cambio que yo sentía que se había operado dentro de mi. Yo nazco como escritor a partir de esa muerte. No hay ninguna maravilla que no provenga de algún horror. Yo creo que todos tenemos, como eleguá, la vida en la cara. Y en la nuca, la muerte. Todos tenemos, como Ochún, la divinidad brasileña, dos cabezas. Somos un poco Jesús Cristo y Satanás.
El hecho es que así empecé a escribir de una manera ya de una manera más claramente orientada hacia esto. Y con las mismas dificultades que tengo ahora, porque es una guerra. El papel en blanco es el campo de batalla donde ocurre esa guerra, o esa cacería de las palabras...
-Pero la revolución cubana...
La revolución cubana me marcó, como a toda mi generación. Somos todos hijos de ella. Fíjate qué curioso. Y tenemos con ella una relación apasionada. En mi caso muy apasionada de broncas y de amores. La sentimos desde que ella nos marcó en la frente para siempre. Desde entonces no somos indiferentes ni a sus luces ni a sus sombras. Y eso implica una relación no siempre lineal y armoniosa, sino muchas veces conflictual que, por eso, yo siento que es una relación de veras viva. Nunca tuve con Cuba, ni podría tener, una relación de turista agradecido como tienen otros que intercambian elogios por pasajes. Y eso me ocurre porque yo la siento mía. Y al sentirla mía, porque al fin y al cabo yo soy hijo de ella, como todos los latinoamericanos de mi generación, tengo con ella una relación complicada, como tiene uno con su madre o con su padre.
Y en un sentido cultural, político, social, somos hijos de ella y estamos marcados por ella, nos guste o no. No es algo que uno elige. Uno no dice: a partir de este momento tengo mi destino ligado al de la Revolución Cubana. Es una cosa no elegida por uno. Así fue para mi y para todos los de mi generación. En mi caso coincidió con un renacimiento personal. A partir de ahí empecé a escribir notas, artículos sobretodo. Y creo que se me planteó, durante mucho tiempo, una especie de esquizofrenia en cuanto a que por un lado yo era el periodista político comprometido, militante, lo que no hacia más que continuar algo que venía de antes. Empecé a militar, política y sindicalmente, cuando era un niño con catorce o trece años. De modo que en ese sentido no hubo ruptura, pero, por otro lado, escribía literatura. Digamos que como no se habían juntado esos dos pedazos de mi. Y en efecto, si lees esa primera novelita, que por ahí anda algún ejemplar perdido, como no tiene nada que ver con lo que yo estaba haciendo en otro plano. Y bueno, creo que vivir consiste en ir juntando los propios pedazos. En gran medida, eso es lo que uno va haciendo a lo largo del camino. Uno va juntando sus pedazos...
-¿Era una novela autobiográfica?
- En la medida que toda novela es autobiográfica. Yo creo que todo el que escribe lo hace sobre si mismo, aunque escriba sobre los demás. Pero en un sentido literal no era autobiográfica. Mucha gente creyó que lo era. No me importa mucho eso...
- ¿Ni se basaba en ningún hecho real?
- No, era inventado. O sea, los hechos, la trama, la anécdota, era inventada. Pero está todo impregnado, naturalmente, de mi mismo. De la gente que por entonces me rodeaba o yo conocía. Pero sí, lo que me sorprende a mi mismo, por aquellos años, cuando vuelvo la cabeza atrás, es que yo estaba como dividido. Y me sorprendo injustamente, porque somos todos resultado de una cultura fracturadora, que descuartiza lo que toca. Y así como yo tuve, desde temprano, por mi formación católica, una grieta abierta, un espacio de fisura de irremediable divorcio entre el cuerpo y el alma que con el tiempo fui superando, a medida que fui capaz de juntar mis pedazos. También padecía otras facturas que son culturales. El sistema es fracturador. La cultura burguesa es una cultura que desintegra, que rompe lo que toca, y convierte a cada ser humano, a partir de una doble moral, en una isla divorciada de los demás. Es una característica del sistema que expresa, en el plano ético, la necesidad de justificación de una vida basada en la doble contabilidad. Y espresada en el doble discurso. A partir de eso hay una cultura de la desintegración. Yo pienso que el trabajo revolucionario verdadero sirve justamente para dar una respuesta integradora, juntando todo lo que está separado. No solamente el alma y el cuerpo, sino también la razón y la emoción, el pasado y el presente, la vida íntima y la vida pública, la vocación y el trabajo. Todo lo que viene fracturado por un sistema que te rompe para dominarte mejor.
Entonces yo era resultado de ese sistema. Nadie es mucho mejor que el sistema que lo genera. Y en todo caso, la prueba del propio valor está en hacer frente a esa realidad y tratar de cambiarla. Pero sabiendo que esa realidad es así y no contándose el cuento de que uno es infinitamente heroico y bello y maravilloso. Y que, por lo tanto, no va reflejar, como un espejo, las porquerías del mundo de que proviene. Yo creo que el mundo del que uno viene, es una porquería y, a la vez, una maravilla. La realidad, al mismo tiempo, un horror y una hermosura. Y uno es hijo de la realidad, tal como es y no tal como un quisiera que fuera...
(Continuará...)
› Una vieja entrevista con Eduardo Galeano (I)
-Coincide con un principio de ciclo de mi propia vida y la de Cuba, porque fíjate que el primero de enero de 1959. La realidad habla un lenguaje en metáforas que se vuelve símbolos, una conjunción de símbolos que anuncian, eso es lo que tienen en común, una vida nueva. Y bueno, yo como que nací de nuevo a partir de esa crisis. Incluso por el nombre. Los nombres van marcando estas etapas. Hay un pintor japonés, Hokusai, que cambió de nombre sesenta veces y cada una de las veces iba marcando un renacimiento. Galeano es mi segundo apellido, no el primero. Yo firmaba siempre, al principio los dibujos, catellanizando el apellido de un abuelo dio que vino de Gales, hace un siglo y medio o más de un siglo y medio. Y entonces como se escribe Hughes, yo lo castellanizaba Gius, y así firmaba. Después de esta crisis como que necesito darle forma a esa especie de cambio que yo sentía que se había operado dentro de mi. Yo nazco como escritor a partir de esa muerte. No hay ninguna maravilla que no provenga de algún horror. Yo creo que todos tenemos, como eleguá, la vida en la cara. Y en la nuca, la muerte. Todos tenemos, como Ochún, la divinidad brasileña, dos cabezas. Somos un poco Jesús Cristo y Satanás.
El hecho es que así empecé a escribir de una manera ya de una manera más claramente orientada hacia esto. Y con las mismas dificultades que tengo ahora, porque es una guerra. El papel en blanco es el campo de batalla donde ocurre esa guerra, o esa cacería de las palabras...
-Pero la revolución cubana...
La revolución cubana me marcó, como a toda mi generación. Somos todos hijos de ella. Fíjate qué curioso. Y tenemos con ella una relación apasionada. En mi caso muy apasionada de broncas y de amores. La sentimos desde que ella nos marcó en la frente para siempre. Desde entonces no somos indiferentes ni a sus luces ni a sus sombras. Y eso implica una relación no siempre lineal y armoniosa, sino muchas veces conflictual que, por eso, yo siento que es una relación de veras viva. Nunca tuve con Cuba, ni podría tener, una relación de turista agradecido como tienen otros que intercambian elogios por pasajes. Y eso me ocurre porque yo la siento mía. Y al sentirla mía, porque al fin y al cabo yo soy hijo de ella, como todos los latinoamericanos de mi generación, tengo con ella una relación complicada, como tiene uno con su madre o con su padre.
Y en un sentido cultural, político, social, somos hijos de ella y estamos marcados por ella, nos guste o no. No es algo que uno elige. Uno no dice: a partir de este momento tengo mi destino ligado al de la Revolución Cubana. Es una cosa no elegida por uno. Así fue para mi y para todos los de mi generación. En mi caso coincidió con un renacimiento personal. A partir de ahí empecé a escribir notas, artículos sobretodo. Y creo que se me planteó, durante mucho tiempo, una especie de esquizofrenia en cuanto a que por un lado yo era el periodista político comprometido, militante, lo que no hacia más que continuar algo que venía de antes. Empecé a militar, política y sindicalmente, cuando era un niño con catorce o trece años. De modo que en ese sentido no hubo ruptura, pero, por otro lado, escribía literatura. Digamos que como no se habían juntado esos dos pedazos de mi. Y en efecto, si lees esa primera novelita, que por ahí anda algún ejemplar perdido, como no tiene nada que ver con lo que yo estaba haciendo en otro plano. Y bueno, creo que vivir consiste en ir juntando los propios pedazos. En gran medida, eso es lo que uno va haciendo a lo largo del camino. Uno va juntando sus pedazos...
-¿Era una novela autobiográfica?
- En la medida que toda novela es autobiográfica. Yo creo que todo el que escribe lo hace sobre si mismo, aunque escriba sobre los demás. Pero en un sentido literal no era autobiográfica. Mucha gente creyó que lo era. No me importa mucho eso...
- ¿Ni se basaba en ningún hecho real?
- No, era inventado. O sea, los hechos, la trama, la anécdota, era inventada. Pero está todo impregnado, naturalmente, de mi mismo. De la gente que por entonces me rodeaba o yo conocía. Pero sí, lo que me sorprende a mi mismo, por aquellos años, cuando vuelvo la cabeza atrás, es que yo estaba como dividido. Y me sorprendo injustamente, porque somos todos resultado de una cultura fracturadora, que descuartiza lo que toca. Y así como yo tuve, desde temprano, por mi formación católica, una grieta abierta, un espacio de fisura de irremediable divorcio entre el cuerpo y el alma que con el tiempo fui superando, a medida que fui capaz de juntar mis pedazos. También padecía otras facturas que son culturales. El sistema es fracturador. La cultura burguesa es una cultura que desintegra, que rompe lo que toca, y convierte a cada ser humano, a partir de una doble moral, en una isla divorciada de los demás. Es una característica del sistema que expresa, en el plano ético, la necesidad de justificación de una vida basada en la doble contabilidad. Y espresada en el doble discurso. A partir de eso hay una cultura de la desintegración. Yo pienso que el trabajo revolucionario verdadero sirve justamente para dar una respuesta integradora, juntando todo lo que está separado. No solamente el alma y el cuerpo, sino también la razón y la emoción, el pasado y el presente, la vida íntima y la vida pública, la vocación y el trabajo. Todo lo que viene fracturado por un sistema que te rompe para dominarte mejor.
Entonces yo era resultado de ese sistema. Nadie es mucho mejor que el sistema que lo genera. Y en todo caso, la prueba del propio valor está en hacer frente a esa realidad y tratar de cambiarla. Pero sabiendo que esa realidad es así y no contándose el cuento de que uno es infinitamente heroico y bello y maravilloso. Y que, por lo tanto, no va reflejar, como un espejo, las porquerías del mundo de que proviene. Yo creo que el mundo del que uno viene, es una porquería y, a la vez, una maravilla. La realidad, al mismo tiempo, un horror y una hermosura. Y uno es hijo de la realidad, tal como es y no tal como un quisiera que fuera...
(Continuará...)
› Una vieja entrevista con Eduardo Galeano (I)
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