Imagen: Obra del artista Javier Guerra
Por Manuel E. Yepe
Los cubanos hemos concluido el primer año de la segunda parte del primer siglo de ser dueños de una patria independiente y digna, orgullosos de constatar la capacidad para defenderla de que nos ha dotado la unidad del pueblo.
Quienes, fuera de Cuba, han pronosticado, año tras año, con argumentos distintos, a veces contradictorios, el fin de la revolución y de su proyecto socialista, no podrán jamás comprender la razón de este fenómeno. De la misma manera, acá en la isla, nadie entiende qué es lo que alimenta cada nuevo año aquellos reiterados augurios y malos presagios respecto a nuestros anhelos.
Cuando el primer día de enero de 1959 la tiranía de Fulgencio Batista cayó estrepitosamente ante el avance del Ejército Rebelde apoyado por los combatientes clandestinos de ciudades y poblados de todo el país, en una lucha que había concertado el apoyo de una amplia mayoría de la población, la revolución, con Fidel Castro como símbolo y conductor principal, contaba con la adhesión casi unánime de la población.
A Estados Unidos huyeron de la justicia que la dirigencia de la revolución había prometido al pueblo, militares comprometidos con los horrendos crímenes de la tiranía y los políticos corruptos que en mayor medida se beneficiaban materialmente de los desmanes del régimen. Otros que fueron dejados atrás por sus jefes, debieron responder ante los tribunales revolucionarios por sus crímenes.
Con esas excepciones, el apoyo a la triunfante revolución era total en Cuba. Pero esa cuasi unanimidad fue desapareciendo en la medida que la revolución cumplía las promesas de justicia social: la recuperación de los bienes mal habidos, la alfabetización de todo el pueblo, la reforma agraria, la reforma urbana y tantas otras. Miami se fue llenando de ricos burgueses y numerosos profesionales, técnicos y hasta empleados de confianza a ellos vinculados. ¡Eran los primeros y últimos verdaderos “prófugos de la revolución”!
Con posterioridad, las motivaciones para emigrar fueron ya fundamentalmente de carácter económico, determinadas por las penurias materiales impuestas por el bloqueo económico dispuesto por la Casa Blanca, agravadas por los errores propios de un experimento de desarrollo económico y social socialista, basado en una teoría revolucionaria de incuestionable valor pero que no ha creado aún un modelo plenamente acreditado a nivel del planeta.
Invariablemente, la prensa corporativa mundial orientada por los intereses del gran capital ha identificado como exiliados políticos, disidentes, evadidos del comunismo o luchadores por la libertad y la democracia, a cada uno de a los emigrantes cubanos llegados a los Estados Unidos.
Mientras negaba las visas para viajar legalmente, Washington estimulaba a los frustrados solicitantes a lanzarse a travesías ilícitas con riesgo para sus vidas que eran aprovechados como parte de la campaña difamatoria contra Cuba. Estados Unidos, puso en práctica la política de “pies secos, pies mojados” que convirtió la definición de quienes tendrían el privilegio, no concedido a otros inmigrantes ilegales, de residir legalmente en la nación norteña en un macabro juego de ruleta rusa, con fines propagandísticos.
Al gobierno de los Estados Unidos le ha preocupado mucho la continuidad de la revolución cubana y desde que se avizoraba la derrota de la sangrienta tiranía que Washington patrocinaba en Cuba, ha hecho todo lo imaginable por impedirla.
Ha habido bloqueo, magnicidio, terrorismo y una gigantesca campaña de demonización que ha llegado a contar en los últimos años con presupuestos similares al total de aquellos que antes dedicó a la propaganda contra sus enemigos en la guerra fría.
Siempre Estados Unidos dio muestras de ignorar que el actual fenómeno político cubano forma parte de un proceso revolucionario iniciado a mediados del siglo XIX y que hoy tiene al frente a Fidel Castro como antes tuvo a José Martí y otros patriotas conductores.
El Partido Comunista de Cuba, producto de la fusión de las organizaciones que encabezaron la insurrección, es continuidad histórica del fundado por José Martí como organización política única para aglutinar a todos los cubanos para la lucha por la independencia de España y, una vez lograda ésta, para evitar la absorción del país por los Estados Unidos.
La revolución cubana no es obra de un individuo ni de una sola generación de patriotas. El papel de cada generación consiste en defenderla y llevarla adelante, por ardua que sea la tarea, con la conducción de los líderes que ella misma crea y reproduce.
Fidel Castro es un producto de esa creación popular necesaria al proceso histórico revolucionario. Raúl Castro es el líder que se ha dado el propio proceso, por mandato popular, en el actual contexto constitucional que la revolución propiciara para la nación.
Para continuar su obra hasta el completamiento del proyecto soñado desde 1868 por sus principales conductores, la revolución no puede esperar tranquilamente a que Estados Unidos declare y demuestre el fin de sus ambiciones hegemónicas en el hemisferio. Su primer deber tiene que ser la defensa y garantía de su propia continuidad, únicas premisas a las que se subordina el objetivo de priorizar hasta cumplirlas plenamente las conquistas de la etapa actual de lucha por crear un socialismo sostenible, mucho más democrático y ampliamente participativo que lo ya logrado.
Por Manuel E. Yepe
Los cubanos hemos concluido el primer año de la segunda parte del primer siglo de ser dueños de una patria independiente y digna, orgullosos de constatar la capacidad para defenderla de que nos ha dotado la unidad del pueblo.
Quienes, fuera de Cuba, han pronosticado, año tras año, con argumentos distintos, a veces contradictorios, el fin de la revolución y de su proyecto socialista, no podrán jamás comprender la razón de este fenómeno. De la misma manera, acá en la isla, nadie entiende qué es lo que alimenta cada nuevo año aquellos reiterados augurios y malos presagios respecto a nuestros anhelos.
Cuando el primer día de enero de 1959 la tiranía de Fulgencio Batista cayó estrepitosamente ante el avance del Ejército Rebelde apoyado por los combatientes clandestinos de ciudades y poblados de todo el país, en una lucha que había concertado el apoyo de una amplia mayoría de la población, la revolución, con Fidel Castro como símbolo y conductor principal, contaba con la adhesión casi unánime de la población.
A Estados Unidos huyeron de la justicia que la dirigencia de la revolución había prometido al pueblo, militares comprometidos con los horrendos crímenes de la tiranía y los políticos corruptos que en mayor medida se beneficiaban materialmente de los desmanes del régimen. Otros que fueron dejados atrás por sus jefes, debieron responder ante los tribunales revolucionarios por sus crímenes.
Con esas excepciones, el apoyo a la triunfante revolución era total en Cuba. Pero esa cuasi unanimidad fue desapareciendo en la medida que la revolución cumplía las promesas de justicia social: la recuperación de los bienes mal habidos, la alfabetización de todo el pueblo, la reforma agraria, la reforma urbana y tantas otras. Miami se fue llenando de ricos burgueses y numerosos profesionales, técnicos y hasta empleados de confianza a ellos vinculados. ¡Eran los primeros y últimos verdaderos “prófugos de la revolución”!
Con posterioridad, las motivaciones para emigrar fueron ya fundamentalmente de carácter económico, determinadas por las penurias materiales impuestas por el bloqueo económico dispuesto por la Casa Blanca, agravadas por los errores propios de un experimento de desarrollo económico y social socialista, basado en una teoría revolucionaria de incuestionable valor pero que no ha creado aún un modelo plenamente acreditado a nivel del planeta.
Invariablemente, la prensa corporativa mundial orientada por los intereses del gran capital ha identificado como exiliados políticos, disidentes, evadidos del comunismo o luchadores por la libertad y la democracia, a cada uno de a los emigrantes cubanos llegados a los Estados Unidos.
Mientras negaba las visas para viajar legalmente, Washington estimulaba a los frustrados solicitantes a lanzarse a travesías ilícitas con riesgo para sus vidas que eran aprovechados como parte de la campaña difamatoria contra Cuba. Estados Unidos, puso en práctica la política de “pies secos, pies mojados” que convirtió la definición de quienes tendrían el privilegio, no concedido a otros inmigrantes ilegales, de residir legalmente en la nación norteña en un macabro juego de ruleta rusa, con fines propagandísticos.
Al gobierno de los Estados Unidos le ha preocupado mucho la continuidad de la revolución cubana y desde que se avizoraba la derrota de la sangrienta tiranía que Washington patrocinaba en Cuba, ha hecho todo lo imaginable por impedirla.
Ha habido bloqueo, magnicidio, terrorismo y una gigantesca campaña de demonización que ha llegado a contar en los últimos años con presupuestos similares al total de aquellos que antes dedicó a la propaganda contra sus enemigos en la guerra fría.
Siempre Estados Unidos dio muestras de ignorar que el actual fenómeno político cubano forma parte de un proceso revolucionario iniciado a mediados del siglo XIX y que hoy tiene al frente a Fidel Castro como antes tuvo a José Martí y otros patriotas conductores.
El Partido Comunista de Cuba, producto de la fusión de las organizaciones que encabezaron la insurrección, es continuidad histórica del fundado por José Martí como organización política única para aglutinar a todos los cubanos para la lucha por la independencia de España y, una vez lograda ésta, para evitar la absorción del país por los Estados Unidos.
La revolución cubana no es obra de un individuo ni de una sola generación de patriotas. El papel de cada generación consiste en defenderla y llevarla adelante, por ardua que sea la tarea, con la conducción de los líderes que ella misma crea y reproduce.
Fidel Castro es un producto de esa creación popular necesaria al proceso histórico revolucionario. Raúl Castro es el líder que se ha dado el propio proceso, por mandato popular, en el actual contexto constitucional que la revolución propiciara para la nación.
Para continuar su obra hasta el completamiento del proyecto soñado desde 1868 por sus principales conductores, la revolución no puede esperar tranquilamente a que Estados Unidos declare y demuestre el fin de sus ambiciones hegemónicas en el hemisferio. Su primer deber tiene que ser la defensa y garantía de su propia continuidad, únicas premisas a las que se subordina el objetivo de priorizar hasta cumplirlas plenamente las conquistas de la etapa actual de lucha por crear un socialismo sostenible, mucho más democrático y ampliamente participativo que lo ya logrado.
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