La siguiente carta aparece publicada en el último libro del escritor peruano Mario Vargas Llosa, Sables y Utopías. En 1967, el servilismo colonial del autor de La Casa Verde todavía no había omnibulado su visión de América Latina. Entonces, apostaba por la Utopía, no por el sable.
Crónica de Cuba: Los intelectuales rompen el bloqueo
Crónica de Cuba: Los intelectuales rompen el bloqueo
¿Usted cree que dentro de veinte años los cubanos estarán así?, dijo mi amigo italiano con un gesto desconsolado, señalando la calle: una muchedumbre había invadido bruscamente la avenida, y los tranvías pasaban ahora, frente a nosotros, repletos de gente. Hombres, mujeres y jóvenes iban bastante bien vestidos, con guantes, abrigos y gorros de piel, muchas adolescentes llevaban botas altas y capas, como en París o Londres, y algunas valientes, pese a la temperatura de 10 grados bajo cero, lucían minifaldas. “¿Se da usted cuenta ahora por qué tengo prevenciones contra el socialismo? –dijo mi amigo italiano–. Porque si mañana mi país se hiciera socialista, terminaríamos como los checos, nunca como los cubanos”. Unas horas antes de refugiarnos en este café, acosados por el frío, habíamos caminado largamente por el centro de Praga, curioseando las vitrinas de las tiendas, las carteleras de los cinemas, los restaurantes, observando y (secretamente) comprando.
Mi amigo italiano exageraba, desde luego, cuando resumía sus fugaces impresiones de Praga en una frase lapidaria –“esto es un mal remedo de una ciudad capitalista”–, pero, sin duda, las imágenes que ambos traíamos de Cuba tenían poco que ver con las que desfilaban ante nosotros. (...)
Hay que recorrer un largo y complicado camino para llegar a Cuba. El bloqueo que hace años impuso Washington a la isla no tenía sólo como objetivo privarla de las importaciones que, hasta la Revolución, la habían hecho sobrevivir, sino también, y sobre todo, ponerla en cuarentena política y cultural, expulsarla de la familia latinoamericana, excluirla como a un leproso para evitar el contagio. (...)
Está bien que los artistas e intelectuales de nuestro continente se rebelen contra el bloqueo y lo rompan. Las razones de los gobiernos no son, no pueden ni deben ser las de los creadores, y ningún escritor latinoamericano responsable podría admitir, sin deshonrarse, la mutilación de Cuba del territorio cultural americano. Por otro lado, los artistas y escritores de todas las tendencias que visitan Cuba –es una tonta calumnia la afirmación de que sólo van a la isla los convencidos– tienen una razón muy poderosa para combatir, en la medida de sus posibilidades, la política de exclusión y asfixia, de cordón sanitario establecida por la OEA. Y es que, en el dominio que les pertenece, el de la cultura, la Revolución cubana ofrece, en sus escasos años de vida, un balance abrumadoramente positivo, un saldo de realizaciones y victorias profundamente conmovedor.
Yo detesto la beatería en cualquiera de sus formas, y la beatería política no me parece menos repulsiva que la religiosa. Pese a mi admiración por la Revolución cubana, siempre he encontrado deplorables esos testimonios reverenciales, hagiográficos, esos actos de fe disfrazados de crónicas o reportajes, que pretenden mostrar a la Cuba actual como un dechado de perfecciones, sin mácula, como una realidad a la que el socialismo, mágicamente, ha liberado de toda deficiencia y problema y convertido en invulnerable a la crítica.
No, no es cierto. Cuba tiene todavía un sinnúmero de problemas por resolver, no en todos los campos ha alcanzado los mismos aciertos, y hay desde luego muchos aspectos de la Revolución discutibles u objetables.
Hay uno, sin embargo, en el que aún el espíritu más maniáticamente crítico, el contradictor por temperamento y vocación, se vería en serio aprieto si tuviera que impugnar la política de la Revolución: el de la cultura, precisamente. Es sabido ya cómo fue erradicado el analfabetismo en Cuba; también, cómo la educación fue puesta al alcance de todo el mundo, gratuitamente, y cómo todos los estudiantes de la isla, colegiales o universitarios, están becados, es decir, alimentados, alojados y vestidos por el Estado, que además les proporciona el material de estudios necesario. Pero es mucho menos conocido, en cambio, el gigantesco esfuerzo editorial y de fomento de la cultura emprendido en la isla en los últimos años y el criterio con que se ha llevado a cabo. Sería apenas revelador decir que ningún gobierno latinoamericano ha hecho tanto por promover entre su pueblo las letras, las artes plásticas, la música, el cine, la danza, multiplicando los festivales, las exposiciones, los concursos, las campañas.
Pero el esfuerzo desplegado estaría viciado si sólo pudiera valorarse numéricamente. Lo notable, en el caso cubano, es que esta política cultural no se ha visto viciada –como ocurrió en los países socialistas y sigue, por desgracia, ocurriendo en muchos de ellos– por el espíritu sectario y el dogma. En Cuba no ha habido “dirigismo estético”, los brotes que surgieron de parte de funcionarios ineptos fueron sofocados a tiempo. Ni en la literatura, ni en las artes plásticas, ni en el cine, ni en la música los dirigentes cubanos han tratado de imponer un tipo de modelo oficial. La editorial nacional –a cuyo frente se hallaba, hasta hace poco, Alejo Carpentier– ha hecho ediciones populares de autores como Joyce, Proust, Faulkner, Kafka y Robbe-Grillet, en tanto que en las galerías de toda la isla tenían cabida, por igual, pintores abstractos, surrealistas, “pops” y “ops” y los compositores cubanos experimentaban libremente la música concreta. ¿No es significativo que el libro más importante aparecido en Cuba en los últimos años sea la novela Paradiso, del católico –y poeta hermético– Lezama Lima?
Pero tal vez sea más significativo todavía el hecho de haber visto yo, expuesto en un quiosco de libros viejos, montado en La Rampa, la avenida principal de La Habana, ¡un libro de Eudocio Ravines! Cuba ha demostrado que el socialismo no estaba reñido con la libertad de creación, que un escritor y pintor podían ser revolucionarios sin escribir mamotretos pedagógicos y pintar murales didácticos, sin abdicar o traicionar su vocación.
Pero sería mezquino reducir al campo de la cultura todo lo que puede impresionar y convencer al sudamericano que llega a Cuba. Las diferencias, los contrastes hieren la vista del extranjero a un nivel mucho más cotidiano y primario. George Orwell cuenta que lo que lo decidió a enrolarse en el ejército republicano español como voluntario fue el espectáculo que le brindaron las calles de Barcelona el día que llegó a la ciudad: por primera vez, escribió, ciertas nociones abstractas como “igualdad” y “fraternidad” se corporizaron ante sus ojos. Los adversarios de la Revolución cubana difícilmente podrían negar que, en sus ocho últimos años de vida, Cuba no sólo ha suprimido en su seno esas imágenes de miseria radical que en nuestros países ambulan por las calles y ofrecen un siniestro telón de fondo la insolente riqueza de unos cuantos, sino que ha reducido a una proporción humana las diferencias sociales. Desde luego que ello no ha sido realizado sin drama y sin violencia, desde luego que la justicia social se ha implantado, a veces, a costa de injusticias parciales.
Pero los resultados están a la vista de todos: el campesino cubano es dueño de la tierra que trabaja, todo cubano es dueño de la casa donde vive, todo niño cubano tiene garantizada su instrucción, todo cubano tiene asegurada atención médica y jubilación. “Podría citarle una docena de países que han liquidado lo que usted llama miseria radical y reducido al mínimo las diferencias sociales, sin necesidad de liquidar la libertad de prensa y la democracia representativa”, me decía mi amigo italiano, en el avión, en la interminable etapa La Habana-Gander. Es cierto, pero resulta inmoral comparar el caso cubano con Francia, Inglaterra o Suecia: los puntos de comparación adecuados son Bolivia, Perú, Paraguay.
El último programa agrícola cubano de gran aliento tiene como escenario las sierras del Escambray, en el centro de la isla, y su objetivo es promover en gran escala el cultivo de frutas y hortalizas que satisfagan las necesidades de Cuba y sirvan más tarde para la exportación. Se llama el “Plan Banao” y está íntegramente en manos de mujeres. Todo un día estuvimos allí, recorriendo el campo, conversando con muchas de las mil quinientas voluntarias que se han instalado en esas serranías, donde a fuerza de coraje y fervor deben superar las condiciones de una vida precaria y dura. Había, entre ellas, de todo: estudiantes, universitarias, amas de casa, hijas y esposas de obreros o de funcionarios. Pero lo que más nos impresionó, tal vez, no fue la alegría y la convicción que eran patentes en todas ellas, el entusiasmo con que emprendían esa tarea común, sino un breve diálogo que surgió al final de la excursión, cuando nos despedíamos de la directora del Plan Banao, una muchacha joven vestida de miliciana, que nos había escoltado todo el día, explicándonos con detalles técnicos minuciosos los planes de trabajo. Era muy joven y uno de nosotros le preguntó qué hacía ella en 1958, al triunfar la Revolución. “Yo era sirvienta entonces –nos dijo–, en Matanzas. Y no sabía leer ni escribir”.
Londres, febrero de 1967
Mi amigo italiano exageraba, desde luego, cuando resumía sus fugaces impresiones de Praga en una frase lapidaria –“esto es un mal remedo de una ciudad capitalista”–, pero, sin duda, las imágenes que ambos traíamos de Cuba tenían poco que ver con las que desfilaban ante nosotros. (...)
Hay que recorrer un largo y complicado camino para llegar a Cuba. El bloqueo que hace años impuso Washington a la isla no tenía sólo como objetivo privarla de las importaciones que, hasta la Revolución, la habían hecho sobrevivir, sino también, y sobre todo, ponerla en cuarentena política y cultural, expulsarla de la familia latinoamericana, excluirla como a un leproso para evitar el contagio. (...)
Está bien que los artistas e intelectuales de nuestro continente se rebelen contra el bloqueo y lo rompan. Las razones de los gobiernos no son, no pueden ni deben ser las de los creadores, y ningún escritor latinoamericano responsable podría admitir, sin deshonrarse, la mutilación de Cuba del territorio cultural americano. Por otro lado, los artistas y escritores de todas las tendencias que visitan Cuba –es una tonta calumnia la afirmación de que sólo van a la isla los convencidos– tienen una razón muy poderosa para combatir, en la medida de sus posibilidades, la política de exclusión y asfixia, de cordón sanitario establecida por la OEA. Y es que, en el dominio que les pertenece, el de la cultura, la Revolución cubana ofrece, en sus escasos años de vida, un balance abrumadoramente positivo, un saldo de realizaciones y victorias profundamente conmovedor.
Yo detesto la beatería en cualquiera de sus formas, y la beatería política no me parece menos repulsiva que la religiosa. Pese a mi admiración por la Revolución cubana, siempre he encontrado deplorables esos testimonios reverenciales, hagiográficos, esos actos de fe disfrazados de crónicas o reportajes, que pretenden mostrar a la Cuba actual como un dechado de perfecciones, sin mácula, como una realidad a la que el socialismo, mágicamente, ha liberado de toda deficiencia y problema y convertido en invulnerable a la crítica.
No, no es cierto. Cuba tiene todavía un sinnúmero de problemas por resolver, no en todos los campos ha alcanzado los mismos aciertos, y hay desde luego muchos aspectos de la Revolución discutibles u objetables.
Hay uno, sin embargo, en el que aún el espíritu más maniáticamente crítico, el contradictor por temperamento y vocación, se vería en serio aprieto si tuviera que impugnar la política de la Revolución: el de la cultura, precisamente. Es sabido ya cómo fue erradicado el analfabetismo en Cuba; también, cómo la educación fue puesta al alcance de todo el mundo, gratuitamente, y cómo todos los estudiantes de la isla, colegiales o universitarios, están becados, es decir, alimentados, alojados y vestidos por el Estado, que además les proporciona el material de estudios necesario. Pero es mucho menos conocido, en cambio, el gigantesco esfuerzo editorial y de fomento de la cultura emprendido en la isla en los últimos años y el criterio con que se ha llevado a cabo. Sería apenas revelador decir que ningún gobierno latinoamericano ha hecho tanto por promover entre su pueblo las letras, las artes plásticas, la música, el cine, la danza, multiplicando los festivales, las exposiciones, los concursos, las campañas.
Pero el esfuerzo desplegado estaría viciado si sólo pudiera valorarse numéricamente. Lo notable, en el caso cubano, es que esta política cultural no se ha visto viciada –como ocurrió en los países socialistas y sigue, por desgracia, ocurriendo en muchos de ellos– por el espíritu sectario y el dogma. En Cuba no ha habido “dirigismo estético”, los brotes que surgieron de parte de funcionarios ineptos fueron sofocados a tiempo. Ni en la literatura, ni en las artes plásticas, ni en el cine, ni en la música los dirigentes cubanos han tratado de imponer un tipo de modelo oficial. La editorial nacional –a cuyo frente se hallaba, hasta hace poco, Alejo Carpentier– ha hecho ediciones populares de autores como Joyce, Proust, Faulkner, Kafka y Robbe-Grillet, en tanto que en las galerías de toda la isla tenían cabida, por igual, pintores abstractos, surrealistas, “pops” y “ops” y los compositores cubanos experimentaban libremente la música concreta. ¿No es significativo que el libro más importante aparecido en Cuba en los últimos años sea la novela Paradiso, del católico –y poeta hermético– Lezama Lima?
Pero tal vez sea más significativo todavía el hecho de haber visto yo, expuesto en un quiosco de libros viejos, montado en La Rampa, la avenida principal de La Habana, ¡un libro de Eudocio Ravines! Cuba ha demostrado que el socialismo no estaba reñido con la libertad de creación, que un escritor y pintor podían ser revolucionarios sin escribir mamotretos pedagógicos y pintar murales didácticos, sin abdicar o traicionar su vocación.
Pero sería mezquino reducir al campo de la cultura todo lo que puede impresionar y convencer al sudamericano que llega a Cuba. Las diferencias, los contrastes hieren la vista del extranjero a un nivel mucho más cotidiano y primario. George Orwell cuenta que lo que lo decidió a enrolarse en el ejército republicano español como voluntario fue el espectáculo que le brindaron las calles de Barcelona el día que llegó a la ciudad: por primera vez, escribió, ciertas nociones abstractas como “igualdad” y “fraternidad” se corporizaron ante sus ojos. Los adversarios de la Revolución cubana difícilmente podrían negar que, en sus ocho últimos años de vida, Cuba no sólo ha suprimido en su seno esas imágenes de miseria radical que en nuestros países ambulan por las calles y ofrecen un siniestro telón de fondo la insolente riqueza de unos cuantos, sino que ha reducido a una proporción humana las diferencias sociales. Desde luego que ello no ha sido realizado sin drama y sin violencia, desde luego que la justicia social se ha implantado, a veces, a costa de injusticias parciales.
Pero los resultados están a la vista de todos: el campesino cubano es dueño de la tierra que trabaja, todo cubano es dueño de la casa donde vive, todo niño cubano tiene garantizada su instrucción, todo cubano tiene asegurada atención médica y jubilación. “Podría citarle una docena de países que han liquidado lo que usted llama miseria radical y reducido al mínimo las diferencias sociales, sin necesidad de liquidar la libertad de prensa y la democracia representativa”, me decía mi amigo italiano, en el avión, en la interminable etapa La Habana-Gander. Es cierto, pero resulta inmoral comparar el caso cubano con Francia, Inglaterra o Suecia: los puntos de comparación adecuados son Bolivia, Perú, Paraguay.
El último programa agrícola cubano de gran aliento tiene como escenario las sierras del Escambray, en el centro de la isla, y su objetivo es promover en gran escala el cultivo de frutas y hortalizas que satisfagan las necesidades de Cuba y sirvan más tarde para la exportación. Se llama el “Plan Banao” y está íntegramente en manos de mujeres. Todo un día estuvimos allí, recorriendo el campo, conversando con muchas de las mil quinientas voluntarias que se han instalado en esas serranías, donde a fuerza de coraje y fervor deben superar las condiciones de una vida precaria y dura. Había, entre ellas, de todo: estudiantes, universitarias, amas de casa, hijas y esposas de obreros o de funcionarios. Pero lo que más nos impresionó, tal vez, no fue la alegría y la convicción que eran patentes en todas ellas, el entusiasmo con que emprendían esa tarea común, sino un breve diálogo que surgió al final de la excursión, cuando nos despedíamos de la directora del Plan Banao, una muchacha joven vestida de miliciana, que nos había escoltado todo el día, explicándonos con detalles técnicos minuciosos los planes de trabajo. Era muy joven y uno de nosotros le preguntó qué hacía ella en 1958, al triunfar la Revolución. “Yo era sirvienta entonces –nos dijo–, en Matanzas. Y no sabía leer ni escribir”.
Londres, febrero de 1967
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