martes, 15 de febrero de 2011
La fuerza del destino*
Por M. H. Lagarde
IV
A las 9:30 de la noche, después de la señal de silencio, el teniente Jonh Blandin recorrió los dormitorios de la marinería. La mayoría de los hombres dormían y sólo unos pocos retrasados terminaban de desvestirse, preparar las literas o de recoger las cartas de una última partida de póquer.
El oficial de guardia subió los cuarenta y cinco escalones de la escalera del puente y ya sobre cubierta miró su reloj: eran las 9:35; se encaminó por el lado de babor en dirección a proa, y de pronto, como si hubiese escuchado algo, interrumpió su primera ronda y cruzó el puente hacia el lado de estribor e inclinó su cuerpo sobre la baranda. Ninguna embarcación se movía cerca del acorazado.
Al incorporarse descubrió a su lado al teniente Jonh Hood.
— Mal día para estar de guardia –dijo Hood–. Dicen que la fiesta del City of the Washington fue algo grandioso.
Blandin se recostó a la baranda y extrajo un puro del bosillo de su chaqueta de reglamento. John Hood lo imitó y aprovechó el fósforo rayado por el oficial de guardia para encender su pipa de madera de rosal.
—Ya ve –dijo Blandin– hay quienes no tenemos suerte.
Por la tarde, una buena parte de la oficialidad había sido invitada al agasajo ofrecido en su honor por el capitán del mercante City of the Washington.
—¿Alguna nueva sobre su permiso?
Hacía algo más de un mes, cuando el barco aún se encontraba en Key West, el teniente Blandin le había solicitado una licencia por algún tiempo al comandante del Maine. «Cada vez, le había dicho a su superior, los viajes se me hacen más largos. Quizás ya deba ir pensando en retirarme.» El capitán Sigsbee le prometió que más adelante tendría en cuenta su petición. En realidad, le costaba desprenderse de un hombre como Blandin. El teniente era uno de sus mejores marinos y así lo especificó en el informe sobre el estado físico y mental de todos los oficiales adscritos al Maine. Al rellenar las trece casillas del formulario B de la Marina de los Estados Unidos el capitán anotó las siguientes indicaciones sobre Blandin: «un buen profesional, celoso, inteligente, amante del deber y apto para desempeñar el mando en operaciones de alto riesgo, tanto en tiempo de paz como de guerra». Pero, por esas mismas razones, cuando Sigsbee recibió la orden de poner proa hacia La Habana al capitán no le quedó otra alternativa que reconsiderar su promesa.
— Al parecer –dijo Blandin y se inclinó otra vez sobre la baranda. Cerca de la proa del acorazado le pareció divisar uno de los botes de la guardia del puerto– por lo visto, tendremos que esperar a que todo esto termine.
Hood entendía muy bien el estado de ánimo de su compañero. Aunque a diferencia de este, quien últimamente no cesaba de hablar de su esposa Corinne y sus dos hijos, no se acordaba tanto de los suyos, estaba ya harto de esperar por el fin de aquella interminable misión. Hasta cierto punto el Maine era una suerte de cárcel. La mayor parte tiempo que llevaban en La Habana, por órdenes del mismísimo Secretario de Marina, John D. Long, la tripulación se había visto impedida de bajar a tierra. Las largas guardias sobre cubierta se sucedieron durante largos días y noches. Durante semanas, la vida de la marinería en el aparentemente pacífico barco se había desarrollado en medio de un discreto zafarrancho de combate. Además de los centinelas fuertemente armados que a todas horas se paseaban por sobre el puente, las municiones de las piezas de artillería se mantenían a mano y en las calderas ardía el carbón necesario para, en una situación extrema, poner en movimiento las torres de los cañones. Sólo en los últimos días algunos oficiales habían tocado tierra para visitar el Miramar Yacht Club y otros sitios de la ciudad.
Hood le dio una chupada a su pipa y permaneció durante un segundo -con la mirada fija en las luces de la ciudad y el puerto que, como anguilas o peces lumínicos, zigzagueaban sobre las tranquilas aguas de la bahía.
Además de las tres campanadas que resonaron en el reloj de a bordo, sólo se escuchaba el roce de las jarcias y cables que se mecían al compás de la fría brisa de febrero...
El capitán Charles D. Sigsbee tomó una hoja de papel y la introdujo en la máquina Remington que estaba en su escritorio. Sentado ante el moderno artefacto, durante varios minutos permaneció pensativo, contemplando al hombre de unos cincuenta años, escaso cabello peinado al medio, quevedos y anchos bigotes de puntas finas y arqueadas, reflejado en el ovalado vidrio de la ventanilla del camarote.
«La autonomía parece ser verdaderamente aceptable solamente para aquellos españoles que han fundado familias en Cuba y cuyas vidas y negocios están encadenados a la Isla. Los insurrectos piden la independencia, mientras que los españoles que están en Cuba para hacer dinero y en espera de regresar a España, son irrevocablemente partidarios del antiguo orden de cosas...»
Nunca antes, en toda su carrera de marino, había escrito tanto. Desde su llegada a La Habana al frente del acorazado Maine, además de los habituales apuntes en su diario de a bordo, no cesaba de enviar informes al Secretario de Marina Jonh D. Long y a su subordinado inmediato Theodore Roosevelt, sobre la reconcentración, el estado de opinión imperante o la capacidad defensiva de la bahía habanera, el alcance de sus cañones, así como detallados estudios sobre el campo de tiro de estos.
Después de finalizar el parte que en esta ocasión tenía como destinatario al Subsecretario Roosevelt, Sigsbee volvió a colocar otra cuartilla en la máquina. Constantemente ocupado por la nueva e importante misión encomendada, en el transcurso de las últimas semanas apenas si había tenido tiempo para escribirle a su familia.
En la misiva, redactada con ese tono entre emocionado y nostálgico que suelen usar en la correspondencia particular aquellos hombres que por razones de oficio permanecen largos períodos de tiempo alejados de casa, Sigsbee le relataba a su esposa los principales incidentes ocurridos durante su estancia en la capital de la mayor de Las Antillas
«Aunque como te decía en la carta anterior, el recibimiento fue bastante frío por parte de las autoridades españolas (días antes de nuestro arribo el Capitán General de la colonia se ausentó de La Habana, posiblemente para no verse obligado a darnos la bienvenida) las cosas aquí nos han ido mejor de lo que esperábamos.
»Si bien el buque estuvo a punto de ser retirado a causa de la terrible suciedad de las aguas de la bahía y por temor de que algunos de mis marinos pudiese contraer la fiebre amarilla, el Cónsul General Lee (una de esas afables personas que me gustaría que algún día conocieras) y yo, convencimos a Washington de que éramos los dueños de la situación. Por lo tanto, no es conveniente, ahora que la gente en la ciudad se había acostumbrado a ver el magnífico Maine anclado en el puerto, que sea relevado por otra nave. Nuestra posición al respecto –a pesar del sacrificio personal que para mí significa prolongar nuestra separación– no pudo ser más acertada y así lo demuestra el hecho de que el, en un inicio, poco amistoso Capitán General, a su regreso visitó nuestra nave para presentarnos sus respetos.
»En lo que a mí concierne no tengo motivos de queja. Mi salud y mi ánimo son los mejores y a ello ha contribuido grandemente las atenciones que el Cónsul ha tenido para con nosotros. El señor Lee, además de presentarnos a importantes figuras del país, admiradores y simpatizantes de los Estados Unidos, le ofreció un almuerzo a la oficialidad en el Havana Yacht Club y en su compañía tuve también la suerte de presenciar una corrida de toros en un pequeño poblado cuyo nombre es Regla. El torero, un español llamado Luis Mazzantini, brindó una faena espectacular e inolvidable al decir de los entendidos de acá.
Por lo demás sólo una pena alberga mi corazón; la de no tenerte cerca. Espero que pronto podamos reunirnos.
Tuyo
Charles.
El capitán Sigsbee dobló cuidadosamente la hoja de papel, extrajo un sobre de una de las gavetas de su escritorio y cuando fue a colocar en él la carta no alcanzó a ver, –una fracción de segundo antes de que se apagaran las ocho bombillas de su camarote–, su propia imagen desfigurada por el espanto en el óvalo de la ventana...
Perfecto Lacoste se puso de pie en medio de la sala y los seis hombres que estaban sentados a su alrededor en un semicírculo de sillas y sillones, fijaron en él su atención.
— Hasta ahora los periódicos neoyorquinos han señalado como principal culpable de la publicación de la carta de Dupuy de Lóme, al señor William Randolf Hearst –dijo un señor Lacoste que por la energía y seguridad con que se expresaba apenas si recordaba al servil y amable anfitrión de las soirée celebradas en su quinta del Vedado–. Sus colegas lo acusan de haber sustraído la carta del correo, pero el director del Journal se ha portado como un verdadero caballero y aunque rechazó formalmente la acusación, no ha dado ninguna explicación sobre los medios por los cuales la carta llegó a sus manos. No obstante, –siguió diciendo Lacoste después de una breve pausa que dejó escuchar la lejana melodía de un danzón que animaba algún baile de barrio, el pregón de un trasnochado vendedor y el traqueteo en los adoquines de las ruedas de los carruajes–, no debemos andar desprevenidos. Aunque Hearst sigue siendo el primer acusado no han faltado diarios, no muy importantes por cierto, que señalan a los revolucionarios cubanos como los únicos responsables de un acto tan poco ético...
Un gran estruendo que estremeció las paredes, desvencijó los cuadros e hizo repiquetear los vidrios de candelabros y lámparas, interrumpió sus palabras. Casi al unísono, los acompañantes de Lacoste se pusieron de pie. Tenían el rostro demudado por la sorpresa como si por la puerta de la modesta casa de la calle O’Reilly que servía de escenario a la clandestina reunión, hubiera acabado de irrumpir un pelotón del Cuerpo de Voluntarios.
—¿Qué demonios fue eso? –preguntó uno de ellos.
Otro estrépito, aún mayor que el primero, fue la única respuesta.
La ventana este del despacho del Cónsul estadounidense Fitzhugh Lee ofrecía una espléndida vista del puerto de La Habana. Aún en noches como aquella cuando la luna desaparecía entre la nubosidad que presagiaba la llegada de un nuevo frente frío, hacia la misma entrada de la bahía, se divisaban fragmentos iluminados de los gruesos y bajos muros del fuerte de La Punta. Del otro lado, sobre un promontorio de rocas, se alzaba majestuoso, coronado por su faro, –suerte de astro intermitente que bañaba con su resplandor las fachadas de los edificios más cercanos–, el Castillo del Morro. Tras el vacío de una breve y oscura pendiente de rala vegetación, la fortificación parecía prolongarse en las sólidas murallas de la fortaleza de La Cabaña, frente a la que, en las quietas y sucias aguas del canal, flotaban, amarrados unos a otros cual arria de mitológicos animales marinos, una hilera de lanchas y botes de vela. A medida que la mirada se adentraba en la bahía daba la impresión de que las proporciones de esos barquichuelos de pescadores y comerciantes se hacían cada vez mayores y ya, a la altura del muelle de la Machina, al fondo del Convento de San Francisco, crecía, en el inicio de la gran bolsa de agua que se expandía tierra adentro en todas direcciones, un verdadero bosque de chimeneas y mástiles. Por encima de toda esa selva de aparejos, palos mayores, de trinquetes y mesanas, velas, sogas, escalas y banderas, sobresalían los pabellones de señales del acorazado Maine.
En esa misma dirección, el Cónsul observó el rojo estampido que resonó como un trueno ensordecedor en toda la ciudad. Una espesa columna de llamas y humo color gris emergió del Maine, como si se tratase de un tornado invertido que en vez de descender trepaba hasta el cielo elevándose una altura de 150 pies, donde las grises y arreboladas nubes del incendio se fundían con los nubarrones que precedían al invierno.
Una lluvia de fragmentos incandescentes estalló sobre la bahía.
El Cónsul miró su reloj. Eran las 9:40 de la noche.
El teniente Blandin cayó al suelo aturdido por el impacto de un bloque de cemento que le golpeó la cabeza. En sus oídos resonaba aún el fuerte trueno de la explosión pero no sentía, a pesar del fuerte golpe, ningún dolor. Se incorporó de inmediato y siguió a Hood quien, espantado por las llamas que brotaban de proa, corría hacia el otro lado del barco.
Al pasar por el puente principal escucharon los gritos de auxilio de un marino que había quedado atrapado bajo las grandes aspas de un ventilador y acudieron en su ayuda. Después de liberar a su compañero lo tomaron cada uno por un brazo y, no sin dificultad, –el agua les llegaba hasta las rodillas–, arrastraron al herido hacia la popa.
En el trayecto Hood se topó de pronto con el oficial de derrota del Maine, el también teniente Wainwright que en ese momento acababa de salir a cubierta.
Blandin escuchó claramente las palabras de Hood.
— Ahora ya tiene usted su guerra.
El segundo al mando del acorazado, anonadado por lo que sucedía o simplemente porque al salir a la oscuridad de la noche no pudo distinguir a su interlocutor, pasó por alto el reproche...
El vestíbulo del Hotel Inglaterra era un verdadero pandemónium. Los huéspedes que hasta hacía un momento conversaban sentados en los confortables asientos del amplio salón, cenaban en el comedor o degustaban exóticos cócteles en el bar, corrían ahora escaleras arriba o se atropellaban ante la puerta del elevador; otros, a su vez, –algunos incluso a medio vestir y con las bigoteras aún pegadas en la cara–, formaban corro frente a la carpeta en busca de información o, en igual loca carrera, trataban de escapar en dirección a la calle.
Luego de abrirse paso a través de aquella confusión de macetas derribadas, cortinajes desprendidos, maletas abiertas y gritos de mujeres histéricas, Maxwell logró alcanzar la puerta principal. Afuera, la situación no era muy diferente. Los invitados al baile de disfraces del teatro Tacón, abordaban desesperados sus carruajes o colmaban el paseo obstruyendo el tráfico. Los cocheros, chasqueando sus látigos, se esforzaban por dominar a los caballos encabritados por la frenética y sorpresiva invasión carnavalesca.
En medio del Parque Central un grupo de curiosos, reunidos alrededor de la estatua de la reina Isabel, observaba impávido la profusa columna de humo que se alzaba por encima del techo de la Manzana de Gómez.
–¡El Maine estalló! –gritó eufórico un hombre vestido con el uniforme rayado de los voluntarios que acababa de descender de un coche de alquiler.
El casco experimentó una sacudida violenta y las ocho bombillas eléctricas del camarote del capitán se apagaron. En la oscuridad, Sigsbee escuchó una serie de trepidaciones, ruidos metálicos de cosas que se quebraban como si el acorazado estuviese siendo triturado, aplastado por una fuerza sobrenatural e incontenible.
Después, el buque volvió a temblar y se escoró violentamente a babor.
Sin soltarse de su asiento, al que se había aferrado con todas sus fuerzas como si se tratase de una tabla salvadora, el capitán rodó por el piso del cuarto. Inmovilizado por el pánico, durante uno de esos largos minutos semejantes a la eternidad, permaneció tendido bocabajo sobre la alfombra en espera de otro estampido. ¿Atacaban el buque? ¿Era ese el fin de su ascendente carrera? Considerado por sus superiores como uno de los oficiales más capaces de la marina, sus méritos se basaban fundamentalmente en sus conocimientos náuticos y sus dones de mando. Natural de Albany, Nueva York, había cursado estudios en la Escuela Naval y participado en la guerra de Secesión. Luego de pasar dos años en el Servicio Hidrográfico, se destacó como inventor de varios instrumentos destinados a explorar los fondos marinos y de su pluma salió un libro Sea Sounding and Dredging que le dio cierta reputación internacional en la materia.
Desde que tomó el mando de aquella perfecta máquina de guerra que era el Maine el 10 de abril de 1897, nunca antes había pasado por una experiencia similar. Segundo Comandante del Maine nada había tenido que ver con el incendio sufrido por el barco durante su construcción, ni con el encallamiento del mismo en febrero del 96, el golpe de mar que se llevó a cinco hombres un año después frente a cabo Hatteras, ni con la herida de otros dos a causa de una explosión de pólvora.
Sólo un pequeño incidente ensombrecía su brillante hoja de servicio. Siete meses antes, en la bahía de Nueva York, el Maine estuvo a sólo unos metros de destrozar al Isabel, un buque excursionista en su mayor parte tripulado por mujeres y niños. Ante la inminencia del desastre al comandante no le quedó otra alternativa que lanzar el barco contra un muelle. Por fortuna, en la desesperada maniobra, el acorazado no sufrió ningún daño.
Un humo acre le inundó los pulmones. Sigsbee se incorporó y dando tumbos por entre el desorganizado mobiliario de su habitación, llegó hasta la puerta del camarote. En el pasillo se encontró con un ordenanza y vagamente en la oscuridad logró ver el saludo reglamentario del marino.
—Lo siento, señor. El buque ha volado y se está hundiendo –dijo William Antony, el hombre de guardia en proa e inmediatamente una inmensa ola proveniente de babor los arrastró hacia la popa.
Varios oficiales refugiados en esa parte del barco ayudaron al comandante a ponerse en pie. Un hilo de sangre le marcó el rostro desde la sien izquierda hasta la mandíbula.
— Que se coloquen centinelas por todo el buque –ordenó el capitán haciendo un esfuerzo por recuperar su marcial compostura–. Debemos estar listos para repeler cualquier ataque.
Por primera vez pudo hacerse una idea de lo que realmente ocurría. Una gruesa columna de fuego y humo brotaba de la proa y el incendio empezaba a expandirse por la parte delantera del barco. Visiblemente inclinada hacia su lado izquierdo, la isla de acero que era el Maine se hundía. Fue entonces cuando el capitán recordó las 2 500 libras de algodón de pólvora almacenadas en los pañoles de explosivos. Si el fuego llegaba hasta allí no sólo volaría el barco completo en pedazos sino, también, la mitad de La Habana.
–Ustedes, –le ordenó el capitán a cuatro guardiamarinas– bajen y aneguen los pañoles. Si la ignición alcanza la pólvora todos estaremos perdidos...
*Fragmento del capítulo IV de la novela "La Fuerza del Destino", Editorial Letras Cubanas, La Habana, 2000
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