Durante casi una década, desde 1991, funcionó una sofisticada Aduana intelectual que requisaba las pertenencias emotivas y racionales, con las que cada ciudadano del planeta intentaba pasar de un siglo al otro. Nombres y sueños declarados malditos, eran denigrados para que nadie se atreviese a usarlos de bufanda en aquel invierno de desesperanzas. De alguna inexplicable manera, sin embargo, el Che, vestido de verde olivo y con el brazo en cabestrillo, como en los días de la toma de Santa Clara, cruzó la frontera. Parecía no sentir frío, ni soledad.
Hace casi dos meses, en los días del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, se exhibieron en La Habana las dos partes del film de Steven Soderberg (director) y Benicio del Toro (productor y actor principal) sobre el Che Guevara. Del Toro, que al interpretar al Che supo calar su hondura humana, recibió en Cannes el Premio de Actuación Masculina y en España el Goya a la mejor interpretación protagónica. En Hollywood, sin embargo, pasó por debajo de la mesa. “Encuentro raro que no se le considere”, declaró Benicio en tono lacónico, al ser
Se ha reanimado la “chemanía”, pero en América Latina la izquierda vuelve a enarbolarlo como símbolo revolucionario. Los jóvenes la portan en la piel y en el alma (como tatuaje físico o espiritual), en la vestimenta, en afiches y fotos que presiden –otra vez, como en los sesenta--, sus reuniones informales. Y eso es muy, pero muy peligroso.
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