Por M. H. Lagarde
Los que hasta ahora solo parecían ser síntomas de una sociedad enferma que se expresaban en el racismo sistémico, la mentira como ideología, el odio hacia los inmigrantes y la violencia armada, tomaron forma en su más cruda realidad cuando las turbas, incitadas por el presidente Donald Trump, asaltaron ese símbolo de la democracia que es el Capitolio de los Estados Unidos.
La fiera del fascismo latente que corroe al imperio no solo mostró su oreja, sino también la cabeza, el lomo, las patas y hasta la cola, cuando los supremacistas blancos derribaron barreras policiales, escalaron muros, rompieron ventanas y llegaron hasta el hemiciclo donde los senadores certificaban los votos del Colegio Electoral, que formalizaba la victoria del presidente electo, Joe Biden.
El país acostumbrado a montar en otras naciones, a través de golpes blandos y revoluciones de colores, ese tipo de grotescas escenografías, vivió en carne propia en el corazón de su capital la anarquía a que conlleva la división y la constante incitación al odio.
Nadie podrá decir esta vez que la instigación a la revuelta provino de enemigos externos como Rusia, China o Venezuela, porque todo el mundo fue testigo de como, minutos antes de la insurrección, el actual presidente, Donald Trump, les ordenó, durante un discurso a sus partidarios, reunidos por miles desde horas antes en Washington, combatir el robo de los votos y avanzar hacia el Capitolio.
«Después de esto, vamos a caminar —y yo estaré con ustedes—; vamos a caminar, a caminar al Capitolio», dijo Trump. «Y vamos a vitorear a nuestros valientes senadores y congresistas, y probablemente no vamos a vitorear tanto a algunos de ellos».
Días antes, mientras convocaba a la marcha, había tuiteado: «Gran protesta en D.C. el 6 de enero. ¡Vayan, sean salvajes!»
Sus partidarios cumplieron la orden al pie de la letra. Lo mejor de Estados Unidos, incluido Batman y algún que otro disfrazado de vikingo, hicieron grande a América por primera vez cuando ocuparon la oficina y el escaño de la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi; inundaron el Salón Nacional de las Estatuas, una zona del complejo conocida por los turistas, y alguien ondeó una bandera confederada en el mismo lugar donde se celebraron los velorios de Abraham Lincoln y, apenas el año pasado, del congresista y líder de los derechos civiles John Lewis. El escenario de investidura, donde Biden pondrá la mano sobre una Biblia dentro de dos semanas, fue utilizado por la policía del Capitolio para rociar aerosol de pimienta sobre la violenta multitud. Una mujer, que fue baleada durante al asalto, falleció.
Según AP, cerca de la fachada oeste del Capitolio se fotografió un nudo de horca.
En unas pocas horas, la democracia que Estados Unidos ha intentado, durante siglos, imponerle como modelo al mundo, fue linchada. Hasta a sus más fieles defensores no les quedó más remedio que reconocer el crimen.
«Esto ha sido un intento de golpe de Estado incitado por el Presidente de los Estados Unidos», dijo el historiador presidencial Michael Beschloss. «Estamos en un momento sin precedentes, en el que un presidente está dispuesto a conspirar con turbas para derribar a su propio gobierno. Esto va completamente en contra de la idea de la democracia que ha representado este país durante dos décadas».
Mientras los manifestantes rompían las ventanas para entrar a la sede del poder legislativo, el representante Mike Gallagher, un republicano que ha apoyado a Trump, publicó en Twitter: «En este momento, estamos siendo testigos de basura de república bananera en el Capitolio de Estados Unidos. @realDonaldTrump, tienes que parar esto».
En un discurso televisado, el presidente electo, Joe Biden, afirmó que la democracia del país «está bajo un ataque sin precedentes. Esto no es disenso, esto es desorden, es caos; roza la sedición, y debe acabar, ahora. Pido a esta turba que se retire y permita que siga adelante el trabajo de la democracia», añadió.
«Estoy auténticamente sorprendido y entristecido de que nuestro país, que durante tanto tiempo ha sido el faro de la luz y la esperanza de la democracia, haya llegado a un momento tan oscuro».
A Estados Unidos, el país que sanciona y certifica en espurias listas de condena la conducta de aquellas naciones que no se doblegan a sus intereses, le costará mucho tiempo recuperar ese «faro de luz» que alguna vez fue el Capitolio. A nivel simbólico, el edificio ha sido demolido por el terremoto de una sociedad fragmentada por un capitalismo decadente. Esperemos que la bestia fascista no encuentre un reconfortante cobijo entre las sombras y oscuridad de sus ruinas.