Por Jorge Fornet
Estas reflexiones de Jorge Fornet, Director del Centro de Investigaciones Literarias de Casa de las Américas, son de 2007. Las traemos otra vez a la luz –pese a no compartir muchas de sus conclusiones- porque tocan el meollo de un debate que se hace imprescindible si queremos dotar de sentido y coherencia a la literatura en lengua hispana.
Disculpen que no traiga escrito lo que voy a decir. Ante un tema amplio y complejo como este prefiero que conversemos, que nos vayamos acercando a ciertas cuestiones y podamos avanzar entre todos. Para entrar en materia partiré de algunos apuntes y de dos confesiones de personas ajenas a nuestro medio pero que, creo, ilustrarán el fenómeno del que estamos hablando hoy.
Pese
a lo que a veces suponemos, en Cuba llevamos años hablando del tema.
Recuerdo que a mediados de los 90 Rafael de Águila, en aquel artículo
aparecido en “El Caimán Barbudo” con el título de Pathos o marketing, hablaba sobre las relaciones de literatura y mercado entre nosotros; el propio Riverón también en “El Caimán Barbudo”
volvía sobre el tema, y Luisa Campuzano citaba a dos narradoras, Ena
Lucía Portela y Karla Suárez, que hablaban con sorna del mercadeo
editorial y del fast food académico. Como es natural, esas
preocupaciones nos llegaron a partir del momento en que la literatura
cubana y sus autores entraron de manera más persistente en un mercado
internacional al que hasta entonces sólo se habían asomado de manera
esporádica.
Cuando
pensaba en la charla de esta tarde me daba cuenta de lo difícil que
podría ser, no solo por el desconocimiento que pueda tener del tema que
nos convoca, sino también por los riesgos que implica. Por ejemplo, hay
una posible respuesta a la relación literatura-mercado, que yo
llamaría la respuesta rudimentaria, la respuesta que daría un obtuso y
que vendría a ser algo así como que nosotros no tenemos que vincularnos
con el mercado, que nuestros escritores no tienen por qué entrar en él
o que esa entrada los pervertiría. Otra respuesta posible y que
debemos evitar también sería la del resentido, la del que se disfraza
de escritor incomprendido por las grandes editoriales (digamos que
españolas) y acusa de mercenarios, de vendidos, a quienes han penetrado
en sus catálogos. Un tercer riesgo es el de la respuesta tautológica,
porque es inútil organizar esta mesa para llegar a la conclusión de que
las editoriales comerciales responden sobre todo a criterios
comerciales: ese no es un punto de llegada, es un punto de partida, no
es una conclusión sino un a priori. No tenemos que enfrascarnos en una
discusión para llegar a un juicio como ese. Esas posibles respuestas al
tema “la rudimentaria, la resentida y la tautológica” son tres de los
riesgos que veo y por lo tanto me parece que lo más productivo es que
desechemos esas opciones y tratemos de desnaturalizar aquello que parece
imponerse como natural; ver el modo en que las editoriales disfrazan
de razones estéticas, de fenómenos literarios, lo que en realidad
responde a intereses comerciales, políticos o de otro tipo.
Hace
un rato estaba recordando una reflexión de George Steiner donde habla
de la censura del mercado por oposición a lo que él tipifica como la
censura estalinista. Siempre se habla de la censura política y, en
cambio, se habla poco de esa censura del mercado que no es menos
terrible para el escritor. A veces incluso, por paradójico que parezca,
aquella censura le da a la palabra del escritor un peso que esta le
niega. Recuerdo que cuando aún existía la Unión Soviética, el cineasta
Nikita Mijalkov, de quien vimos aquí varias películas, estuvo en algún
festival de cine europeo. Por supuesto, le hicieron la inevitable
pregunta de si existía censura en su país, y él respondió que sí, que se
trataba de una censura de la patria no muy distinta de la censura de
la plata que padecían sus colegas de Occidente. Por supuesto, ni
Steiner, ni Mijalkov ni nadie de nosotros va a defender ningún tipo de
censura, pero me interesa llamar la atención sobre el hecho de que
mientras esa censura estalinista se exhibe (y da la sensación de que es
ejercida por oscuros funcionarios), la censura del mercado se oculta o
se disfraza, y puede ser ejercida por elegantes ejecutivos. Una
engendra un rechazo inmediato y general, mientras la otra con
frecuencia no llega siquiera a ser percibida.
Laidi
ha tocado aquí el tema de los meridianos culturales, la vieja pregunta
de por dónde pasa el meridiano cultural de América que en los años 20
se formularon los editores de “La Gaceta Literaria” de Madrid
y que generó una polémica enorme en la América Latina. Como sabemos,
la respuesta que indignó a los jóvenes de la revista argentina “Martín Fierro” y luego a los del resto del continente (incluidos los de la Revista de Avance) fue que tal meridiano pasaba por Madrid. Hace unos días leí en la revista “Casa”
el artículo de Iroel que Laidi citaba, donde se recuerda que Unamuno,
al intervenir en la discusión, decía que se había torcido el tema
principal; lo que estamos discutiendo, precisaba Unamuno, no es por
dónde pasa el meridiano intelectual, sino por dónde pasa el meridiano
editorial, es decir, no estamos hablando de arte sino de economía. Creo
que de alguna manera la cuestión sigue latente hoy, yo diría que con
más fuerza. Si en los años 20 había una independencia que permitía a
los jóvenes escritores latinoamericanos sublevarse indignados, hoy las
grandes editoriales, sobre todo las que generan más reconocimiento a
nivel de la lengua, están en Madrid y sobre todo en Barcelona. Es por
allí, lamentablemente, por donde pasa hoy nuestro meridiano editorial y,
en no poca medida, también el intelectual.
Tengo aquí una entrevista con el escritor austriaco Erich Hackel que publicó el periódico “La Jornada”
hace unos días con un título que me parece elocuente: El represivo
mercado español es el filtro de las letras de América Latina en Europa.
Hackel lamenta, entre otros temas, que si antes las editoriales nos
ayudaban a discernir, hoy propician la mezcla entre la buena literatura y
la literatura “light”, ese punto -podríamos añadir- en que se
confunden Fernando del Paso y Laura Esquivel, Coetzee y Coelho. Hackel
insiste en que las decisiones que tomen los editores españoles son
decisiones europeas, pues los editores no hispanohablantes buscan
consejo en sus colegas españoles, de manera que es muy difícil para un
escritor latinoamericano penetrar el mercado europeo sin antes haber
pasado por España. Lo irónico es que el mercado español funciona
también como filtro, en sentido general, entre nuestros propios países.
En otro momento he señalado que la globalización ha provocado un
provincianismo eficaz a nuestras letras; cuando las grandes casas
editoriales instalaron sucursales en varias capitales de la América
Latina, vivimos la ilusión de que la globalización nos salvaría como
escritores y lectores. Sin embargo, en realidad se produjo el extraño
fenómeno de que esas sucursales se dedican a publicar a los autores de
los respectivos países, de modo que Alfaguara de Guatemala (por poner
un ejemplo hipotético) publica a los guatemaltecos y con suerte a
algunos otros centroamericanos que difícilmente pasan a México, ni qué
decir a Buenos Aires y mucho menos a España. Funcionan como pequeñas
editoriales que cumplen su cometido dentro de los limitados mercados
nacionales. No sorprende a nadie, por tanto, que cuando la Feria del
Libro de Bogotá selecciona los 39 autores menores de 39 años más
representativos de América Latina, los cuatro cubanos elegidos (Wendy
Guerra, Ronaldo Menéndez, Ena Lucía Portela y Karla Suárez) hayan sido
publicados en España. No se trata de que no tengan calidad por sí
mismos o de que esa lista tenga más o menos trascendencia, pero el peso
que otorga el reconocimiento en la Península es indudable. A Gustavo
Guerrero, la ansiedad de los escritores del continente por ser
publicados y reconocidos en España lo lleva a esta preocupación que les
leo: ¿para quién están escribiendo hoy nuestros novelistas? Dentro de
la aldea global, el destinatario primero de sus narraciones no es ya
exclusivamente latinoamericano, “no es ya necesariamente
latinoamericano, pues la tradicional solidaridad entre contexto de
producción y contexto de recepción se ha ido debilitando”.
Un
dato adicional que conocemos de sobra es esa preferencia ostensible
por la novela a costa de otros géneros como el cuento, la poesía y el
teatro. Seguramente eso ayuda a explicar por qué tantos de nuestros
autores tienen al menos una novela escrita o por escribir. Otro tema
importantísimo que merece ser abordado en algún momento es el de los
premios; volveré sobre esto cuando cite alguna de las “confesiones” que
adelanté, pero me parece que en los años 90 se produjo un fenómeno de
rescate de la literatura latinoamericana, que sucedió al boom de la
narrativa española de los 80. Yo no conozco bien la narrativa española,
pero quienes la han leído bastante dicen que no se justifica en
términos literarios ese boom estruendoso y artificial. El hecho es que
en los 90 vuelve a producirse un “redescubrimiento” de la literatura
latinoamericana que viene precedido -como es fácil suponer- de
determinados premios, algunos nuevos, otros renacidos como el premio
Biblioteca Breve de Seix Barral. Así, el Premio Alfaguara se lanza
premiando a dos autores conocidos como Sergio Ramírez y Eliseo Alberto, y
el de Seix Barral es un premio que todos asociamos con el boom de los
60, puesto que algunas de las mejores novelas del período (incluidas
“La ciudad y los perros” y “Tres tristes tigres”) lo obtuvieron. Ahora
revive para repremiar a autores latinoamericanos, lo que es una manera
de relanzar la literatura latinoamericana. Es difícil hablar de estos
temas porque corremos el riesgo de simplificar las cosas o subvalorar
libros valiosos. Por lo general las grandes editoriales también tienen
en sus catálogos a los mejores autores, y sería absurdo devaluar un
libro porque ganara determinado premio. Los galardones no garantizan
calidad pero tampoco le restan al libro la que pueda tener. Lo
interesante es ver cómo se arman estos premios y estos booms por razones
a veces totalmente extraliterarias. No hablo, por tanto, de las
razones estéticas implícitas en el libro sino de los factores externos
que influyen en los premios.
Me
gustaría mencionar un caso que siempre me ha llamado la atención: el
de Rubem Fonseca, ese excepcional escritor brasileño, un heterodoxo que
se enfrentó al “sentido común” literario con un tipo de literatura que
entonces parecía extraña en su contexto, esa literatura urbana,
violenta que sigue escribiendo y a la que se sumaron después muchos
otros narradores del continente. Fonseca tiene un cuento llamado
“Intestino grueso” que es una especie de manifiesto en el que se queja
de que cuando escribió sus primeros libros a principios de los 60 los
editores le pedían escribir como un brasileño, le pedían escribir como
Guimarães Rosa o como Machado de Asís, y él se negaba diciendo que
vivía en medio de la urbe, en Río de Janeiro, y se negaba a escribir
como esos maestros a quienes admiraba pero cuya literatura le resultaba
ajena. Fonseca ganó la partida y al cabo de los años sus propuestas se
convertirían en la literatura predominante al punto de que en Brasil
los libros más exitosos son los que siguen esa estela. Hace poco
conversando con unos escritores de ese país que vinieron al Premio
Casa, ellos hablaban irritados del fenómeno. Lo que ha ocurrido es que
una novela como “Ciudad de Dios”, de Paulo Lins, cuya película la ha
hecho célebre, u otra novela como “Infierno”, de Patricia Melo, irritan
a muchos porque ahora está teniendo lugar un proceso semejante al que
padeció Fonseca pero de signo inverso, ahora la literatura brasileña
debe centrarse en favelas, drogas, violencia extrema; se le hace muy
difícil el panorama a los escritores brasileños que eligen otro camino.
Ya no hay que escribir como Guimarães Rosa o como Machado de Asís,
ahora hay que escribir, valga la paradoja, como Rubem Fonseca.
Antes
de pasar a lo que he llamado las “confesiones” quiero recordar que leí
hace poco un libro del esloveno Slavoj Zizek en que este habla de cómo
en los antiguos países socialistas se está recreando el pasado como
fenómeno cultural; ya no se habla para nada de las cuestiones
políticas, ni las favorables (el sueño emancipatorio) ni las
desfavorables (el terror estalinista). Esos dos polos -según Zizek- ya
no interesan; ahora las referencias a aquel mundo se limitan a la
cultura de lo cotidiano, de la vida diaria. Han convertido en algo chic
los objetos que antes veíamos con desprecio. Él pone el ejemplo de
Alemania, donde se ha puesto de moda la loción Florena, que durante
años representó para la gente de la RDA una patética versión de las
colonias de la RFA. Recordé eso al pensar en el caso cubano,
precisamente porque entre nosotros no se ha producido un fenómeno
semejante. Cuba empuja a reflexionar en otro sentido y a avanzar por
otros rumbos; genera opiniones favorables o desfavorables pero no ha
despertado esa frivolización de que habla Zizek. Los símbolos cubanos
de estas décadas no tienen precio de anticuarios ni a nadie se le ha
ocurrido devolver a la vida, hasta donde sé, aquella colonia llamada
Galeón, a la que un chusco denominó “la esencia del socialismo”. El
tema Cuba despierta otros apetitos. Los editores suelen interesarse en
un tipo de literatura en la cual adquiere protagonismo, digamos, una
imagen ruinosa de La Habana, que podría funcionar como síntoma de una
decadencia de mayores proporciones. Lo sorprendente es que esa
estetización circula como si se tratara de un realismo veraz y
documental.
Quiero
mencionar tres ejemplos menores de cómo el editor condiciona un tipo
de lectura. Aclaro que la intromisión de los editores en los textos no
solo es legítima, sino necesaria, y que el deber de un editor no es
publicar lo que le llega. Ahora bien, ¿sobre qué es lo que trata de
influir un editor? Me parece ilustrativo el ejemplo de Jorge Herralde,
uno de los más prestigiosos editores españoles, con una editorial
(Anagrama) que hasta donde sé no ha sido devorada por los grandes
grupos, y con un catálogo excepcional. Herralde es quien recibe los tres
libros de cuentos de Pedro Juan Gutiérrez y propone publicarlos bajo
el nombre de “Trilogía sucia de La Habana”, título que resonaría luego en la novela El Rey de La Habana.
¿Por qué esa recurrencia al nombre de La Habana? Es una pregunta que
no voy a intentar responder ahora (ya en otro sitio he ensayado una
respuesta) pero ese pequeño detalle induce a leer de cierto modo y crea
una expectativa y una imagen concreta, y en cierta medida estereotipada
de La Habana. Un caso menos sutil es el cambio de título de una novela
de Amir Valle originalmente llamada Habana-Babilonia. Ese
libro sobre la prostitución en Cuba circuló mucho por vía electrónica
rodeado de una leyenda que involucraba al Premio Casa y que potenció su
circulación. El hecho es que al publicarse en España le fue sustituido
un título que me parecía bueno por otro tan pedestre como Jineteras.
Más allá de la opinión que nos merezcan la propuesta de ese editor y
la anuencia del autor, es obvio que el nuevo título escapa a una
decisión de tipo literaria, y halla su explicación en los meandros del
mercado y la política. Un ejemplo final me remite a un error mío. Hace
poco, en una entrevista que reprodujo La Jiribilla y en la que me preguntaban sobre alguno de estos temas, me equivoqué al especular sobre la novela Todos se van,
de Wendy Guerra. Yo tenía entendido que la novela narraba dos
historias, una era el diario apócrifo de Anaïs Nin, del cual Wendy había
adelantado un fragmento en La Gaceta, y la otra era esa historia más cercana a lo autobiográfico que es Todos se van.
Me parecía sorprendente que a Wendy le hubieran pedido separar la
historia de Anaïs Nin. Luego ella aclaró que eran dos libros distintos,
de manera que lo que ocurrió fue que priorizaron la publicación de Todos se van
sobre el diario apócrifo. Reconozco que me equivoqué pero tengo la
sensación de que mi pregunta sigue en pie. ¿Por qué si una autora cubana
aparece con un libro cuya historia me parece fascinante, y muy bueno a
juzgar por lo que leímos en La Gaceta, los editores no se lo
arrebatan de las manos y optan por un libro más sobre la Cuba de estos
años? Cualquiera puede pensar con razón que los agentes y los editores
necesitan establecer prioridades y saben introducir a sus autores en
el mercado literario (y que eso incluye el orden de aparición de los
libros). Estoy de acuerdo, pero no es una respuesta convincente. O más
bien, es convincente, pero no es literaria. Y en el caso de los
escritores cubanos implica un plus al que no podemos sustraernos.
Quiero
terminar ahora con las dos confesiones que les anuncié. La primera
está tomada de una conversación del escritor argentino Ricardo Piglia,
donde le preguntan su opinión sobre el mundo editorial de hoy. Piglia
habla de su experiencia con Jorge Álvarez, editor independiente que en
los años 60 empezó a publicar libros de autores jóvenes: a Walsh, por
ejemplo, y también el primer libro de Puig, el primero del propio
Piglia, es decir, que era una editorial que se arriesgaba y desafiaba
“desde una posición bastante excéntrica” a grandes editoriales como
Losada, Emecé, Sudamericana, en cuyos catálogos aparecían Borges,
Cortázar, Neruda o Asturias. “De esa experiencia”, añade, “que también
era la experiencia de una editorial de alternativa ligada a un espacio
cultural que estaba en polémica con el establecido, yo fui en todos esos
años 'avanzando', entre comillas, hacia editoriales más establecidas.
Después publiqué en Sudamericana, que es una gran editorial, pero que
tiene la tradición de ser de una familia de editores. Ellos han sido los
editores de La vida breve, de Adán Buenosayres, de Rayuela. Hay que imaginar lo que era recibir una novela como Rayuela,
por ejemplo. Ellos recibieron ese libro y decidieron publicarlo. Hoy
sería imposible imaginar que alguien apenas conocido como Cortázar, que
había publicado tres libros de cuentos y tenía prestigio en un círculo
muy restringido, pudiera publicar una novela de 700 páginas si no fuera
que el editor era alguien que tenía la idea de lo que debe ser un
editor”. Luego Piglia propone una especulación ilustrativa y penosa a la
vez: “Hoy vivimos una realidad absolutamente distinta. Por supuesto
ningún editor editaría hoy un libro como Ficciones, de Borges. Muy
difícil, muy intelectual, y encima son cuentos, el autor además es
conocido como poeta y como autor de pequeños ensayos herméticos y
extravagantes. Eso diría el informe de un editor hoy, sobre un libro
como Ficciones. No es negocio”.
La
segunda confesión la tomo de una entrevista a la persona que mejor
conoce -mucho más, desde luego, que todos nosotros- ese mundo de las
editoriales y sus normas de funcionamiento. Es una entrevista que le
hicieron para el periódico La Vanguardia, de Barcelona (y que ahora reproduce la revista Número
en Bogotá), a Carmen Ballcels. Además de ser la más célebre de las
agentes literarias del ámbito de la lengua española, me entero aquí de
que ha creado una empresa llamada Barcelona Latinitatis Patria, la cual
impulsa una especie de proyecto de Barcelona como capital cultural de
Hispanoamérica. Allí irían a parar, según su deseo, los manuscritos,
archivos y bibliotecas de escritores y editores de la América Latina. En
pocas palabras: la memoria literaria del continente. No comentaré nada
de esto, sino que me limitaré a leer un fragmento amplio de la
entrevista, elocuente de por sí. El entrevistador, Xavi Ayén, comienza
citándola: Yo no tengo amigos, tengo intereses. ¿Es una frase suya?
Sí.
Siempre he sido reticente a considerar amigos a gente con la que tengo
un compromiso profesional, y ya no digamos los que son mi principal
sostén económico. Un día, por teléfono, García Márquez me preguntó: ¿Me
quieres, Carmen? Yo le respondí: No te puedo contestar, eres el 36.2%
de nuestros ingresos.
¿Cuál ha sido su objetivo en la vida?
El
sueño de mi vida ha sido ser rica. Ha sido una obsesión: tener
suficiente dinero como para no tener que pensar más en él. Siempre he
sentido fascinación por el dinero, por el poder que da, por la libertad
de actuación que otorga.
¿Siempre quiso ser agente?
Yo
lo que quiero ser de mayor es poderosa de verdad, de esa docena de
personas que sientan a los presidentes a sus mesas y deciden nuestro
futuro sin que nosotros lo sepamos. Alguien como Jesús de Polanco.
Luego
el periodista aborda el tema de los premios literarios en España, los
cuales, en su opinión, sufren “una crisis de credibilidad”. Según él,
“se dice que las agentes tienen parte de culpa, al negociar bajo la mesa
quien se va a llevar tal o cual premio”.
Balcells
distingue entre los premios institucionales y los comerciales,
aclaración que el periodista aprovecha para precisar la pregunta:
¿Y los premios comerciales, como el Planeta, el Alfaguara, el Nadal, el Herralde?
Todo el mundo los critica sin conocer su funcionamiento.
Explíquemelo usted.
En
España se da la situación insólita de que hay miles, porque cada
editorial concede el suyo, cuando no varios. Cada premio tiene una
dotación económica, a cuenta de las futuras ventas del libro. Tienen la
enorme ventaja, para la editorial, de que el premio ocupa un número de
páginas importante en la prensa y espacio en todas las televisoras y
radios, que tienen mucha más eficacia que los anuncios, ya que la
publicidad de un libro tiene muy poca repercusión sobre sus ventas, y es
tan cara que un solo título no puede soportar su coste.
Pero ¿cómo funciona el mecanismo de esos premios?
Transcurrido
un tiempo desde la publicación de las bases, si la editorial no ha
encontrado ningún título que le plazca, se dedica a cortejar a los
escritores que cree ideales para ganar. A veces se acercan a un escritor
de otra editorial, lo que algunos consideran un acto de pillaje,
aunque para mí es legítimo.
Así, ¿son las editoriales las que buscan un ganador?
En
realidad, los directores literarios nunca garantizan el premio, hay
que decirlo en su honor. Ellos están segurísimos de que el autor al que
abordan lo ganará, pero no lo garantizan explícitamente, dejan la
decisión en manos del jurado. Una práctica habitual es decir: Te
compramos la novela por una cantidad que es la mitad de la dotación del
premio. Si pierdes, te la publicamos pagándote ese dinero. Y si ganas,
ganarás el doble.
¿Qué siente cuando mira a su alrededor, al mundo de la edición?
La
impresión es muy buena. La compraventa de editoriales es constante y
seguirá, con los grandes grupos abriendo un amplísimo espectro o, para
ser más gráficos, abarcando la totalidad de la cultura. Casi todos ganan
dinero. Veo a las editoriales pequeñas esperando crecer, y a las
minúsculas, creando un modelo o una línea lo más definida posible para
que los lectores se identifiquen con ellos. La complicación es la
librería, que se vuelve más grande, y las editoriales pequeñas acabarán
vendiendo sus libros los domingos a la salida de misa de once, por
internet, en pequeños clubes de suscriptores, pero siempre de manera
difícil.
Prefiero
no abundar en comentarios antes de pasar al debate, así que me detengo
en estas dos confesiones ilustrativas y sugerentes.
Muchas gracias.
Tomado de http://www.revistamalabia.com/index.php/archivo/36-numero-49/45-escritores-y-mercado-editorial-en-iberoamerica.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario