Por Pedro de la Hoz
Cuando doce años atrás se reconocía por primera vez a un creador con el Premio Iberoamericano de Música Tomás Luis de Victoria, iniciativa de la Sociedad General de Autores y Editores (SGAE) con idéntica jerarquía en ese campo al Cervantes para los escritores, Leo Brouwer estaba allí, en Madrid, frente a la orquesta, para rendir justo tributo a quien lo mereció entonces, su compatriota Harold Gramatges.
Este último jueves fue el propio Leo quien ocupó el trono. Meses atrás, al darse a conocer la decisión, el dictamen estableció el mérito sobre la base "de su relevante carrera internacional y la proyección de la música iberoamericana a una dimensión universal", noción ampliada en el elogio pronunciado por la doctora Victoria Eli, al valorar "su trayectoria como compositor, guitarrista, director de orquesta y profesor, y su aportación al repertorio y técnica de la guitarra, basada en la síntesis entre la danza autóctona y las corrientes más renovadoras". El presidente del Consejo de Dirección de la SGAE, Teddy Bautista, al imponer al cubano la insignia de oro de la institución, afirmó que a todos "nos enriquece contar como socio a Brouwer, porque además de ser un excepcional artista, es de los más interpretados en todo el mundo".
Más allá de las palabras, el acto adquirió una significación mucho más profunda, al reconocer un paradigma del creador comprometido con su época, con su cultura y con su propia creación.
Desde que en la adolescencia, a mediados de los años cincuenta, Leo, como él mismo ha confesado, se enamoró de la guitarra, no solo pactaba un compromiso con el instrumento que quizás como ningún otro tiende puentes de unidad en las culturas iberoamericanas, sino con la necesidad de ensanchar la experiencia estética a partir de un enfoque auténticamente revolucionario.
Obviamente ello se ha hecho mucho más audible y visible en el ámbito de la guitarra, donde resulta legítimo hablar de la historia del instrumento antes y después de Brouwer. No hay guitarrista que se respete, en los cuatro puntos cardinales, que le pase por la mente siquiera la sombra de excluir de su repertorio una obra del maestro. No hay academia que deje de considerar los Estudios sencillos como piedra angular en el aprendizaje de la manera de articular técnica y expresión. Y si se quiere dar el salto de las obras mayores de Castelnuovo-Tedescoi, Rodrigo y Villa-Lobos, hay que aventurarse con los conciertos de Lieja o Toronto, con el Elegiaco o el de Helsinki.
Pero con mucho, su legado rebasa el instrumento de seis cuerdas. En su largo, intenso y fecundo ejercicio como compositor, director de orquesta y promotor, Leo ha logrado en gran medida resolver diversos conflictos que debido a las formas de realización y circulación de la producción sonora todavía aparentan ser inalterables: las barreras entre tradición e innovación, el antagonismo entre elaboración intelectual y prospección emocional, los distingos entre identidad nacional y alcance universal, los compartimentos estancos entre las diferentes manifestaciones artísticas y las divisiones entre músicas cultas y populares.
Elocuentes testimonios de dichos aportes se hallan en un catálogo pródigo en aciertos camelísticos y revelaciones orquestales, en sus sonatas para instrumentos solistas, en su trabajo para el cine, en su vinculación al Teatro Musical de La Habana y el Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC. El genio y el ingenio de Leo saltan por donde menos se imagina: en el delicioso Son Mercedes que desde el Orfeón Santiago ha pasado a numerosas agrupaciones corales, o en el lamentablemente desaparecido tema de apertura y cierre del Noticiero Nacional de Televisión.
Tal vez la mejor definición del creador se halle en el título de una de sus más reconocidas obras para la guitarra: Leo Brouwer no ha dejado de ascender en la espiral eterna.
Todo se resume en una palabra: yankis
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