viernes, 25 de septiembre de 2009

Acceso denegado

Por Ernesto Pérez Castillo

A diario se escucha hablar de Internet, se lee sobre Internet, se sueña con internet. A bombo y platillo la modernidad pregona las ventajas de las autopistas de la información, y del amplio, y múltiple, y libre acceso al conocimiento y al saber que esta novedad representa. Se dice, entre lo tanto que se dice, que ahora una persona puede desde su computadora en América acceder, por ejemplo, a las bases de datos de cualquier biblioteca europea.
Así, en frío, el enunciado es cierto, mas, sólo teórica y tramposamente cierto. Porque ese enunciado olvida, para no decir oculta, una larga serie de mínimas pero imprescindibles condiciones que ha de disfrutar el individuo que aspire a navegar en las redes de Internet.
A saber, primero, e indispensablemente, ese individuo deberá poseer una computadora, cuyo costo cuando menos, triplica el salario de la mayoría de los trabajadores latinoamericanos, para sólo hablar de esos «privilegiados» que en nuestro continente consiguen empleo.
Es decir, ya de plano, dos grandes masas de individuos tienen denegado su acceso a las autopistas virtuales: de una parte, aquellos que devengan un salario mínimo que no les permite ningún lujo; y de otra, el gran ejército de los desempleados, que en cifras redondas comporta a más del 10 % de los que en este mundo llegan a la edad laboral. Vale añadir que ambos grupos no representan sólo a individuos, sino que tras muchos de esos individuos deberá suponerse implicada una familia que vive a su amparo, lo que aumenta la cifra de los que tienen acceso denegado.
No terminan ahí las limitaciones para el disfrute de la tan cacareada «libertad de información» que se le supone a Internet. No bastará poseer una computadora: hará falta así mismo disfrutar de una línea de teléfono. Y entonces la cosa ya se pone color de hormiga.
Las hasta ahora mencionadas son sólo limitantes materiales, groseramente materiales –la posesión de una computadora personal, un teléfono–, que se relacionan directamente a internet. Es de lamentar que no sean esas las únicas impedimentas que se deben salvar para el libre tránsito informático.
Según cifras de la FAO –organismo de la ONU que se ocupa de la situación alimentaria internacional–, son 800 millones las personas que en el mundo padecen hambre. Esto quiere decir que 1 de cada 7 habitantes de nuestro planeta, día a día, no tiene qué comer. Las cifras suelen adormecernos, pero aquí deberíamos abrir bien los ojos: estamos hablando del 13,33 % de la población mundial. La pregunta podrá parecer cínica, pero liberémonos de escrúpulos y hagámosla: ¿alguno de esos hambrientos tendrá acceso a Internet?
No hay que olvidar aquí a los analfabetos, que bastante olvido pesa ya sobre sus espaldas. Quien no domine al menos los rudimentos de la escritura no tendrá nada que hacer frente a una computadora –aun en el imposible de que la tuviera, con línea telefónica incluida–. Como regla, ellos ni siquiera se han enterado que existe internet. Y a estas alturas existe una nueva categoría de analfabetos: los analfabetos funcionales, aquellos que aun sabiendo –casi siempre mal sabiendo– leer y escribir, debido a su escaso nivel de instrucción, y a su marginación social, han sido mutilados de la posibilidad de una relación creativa con las nuevas tecnologías.
Como todo en el mundo de la ciber-realidad, la «libertad de información» es sólo una «libertad-virtual», que no alcanza para todos, ni siquiera para una fracción considerable, apenas para un minúsculo grupo: es, ni más ni menos, el ciber-apartheid. Es precisamente la negación de esa libertad a los que ya tienen denegadas las otras libertades: la libertad de trabajar, la libertad de alimentarse, la libertad de recibir educación.
Nada más lejos de la realidad que la fantasía de los apologistas del libre acceso a la información por medio de Internet. Lo cierto es que, al contrario de lo que se supone, y de cualquier buena intención que se le atribuya, a Internet casi nadie tiene acceso.

Tomado de Cubasí

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