Por M. H. Lagarde
Mientras Gorilleti se empeña en negar su condición de golpista y asegura que cuenta con el 80 por ciento del apoyo popular, los medios a su servicio y el ejército que lo apoya, lo desmienten a cada minuto.
Las imágenes de las televisoras son más que elocuentes. En los rostros de los seguidores que aplauden sus demagógicos discursos, se descubre el seño fruncido de la maquiladora que fue sacada de la factoría y transportada a gritar contra su clase, entre señoras de brillantes aretes y exquisitos peinados. Igualmente delator es el seño fruncido del soldado de tez demasiada oscura y rostro aindiado para pertenecer a la clase que apoya a los golpistas. No faltan, incluso, los que, tal vez por vergüenza, hasta se tapan sus rostros con las banderas que le entregaron para ser ondeadas a favor de la represión y la ilegalidad.
Tampoco es cierto, como aseguran ahora algunos comentaristas de prensa, que Honduras se halla dividida en dos bandos: los que siguen a los golpistas y los que reclaman el regreso del presidente constitucional, depuesto el pasado domingo, José Manuel Zelaya. Los del barrio alto, con sus soldados y maquiladoras disfrazadas de burgueses, son una minoría cada vez menor e insignificante en comparación con las grandes masas de pueblo que ha tomado las calles de la capital.
Ni siquiera el reclamo de ambos bandos es similar. Hay algo de operático en los grititos de las señoras e hijas de los empresarios y generales. El pueblo sin embargo, ese que marcha, con olor a sudor, mal vestido y con el rostro oculto por miedo a la represión, ruge como fiera herida, siente realmente lo que dice, sabe que en sus gritos y consignas va su futuro y el de toda América.
Aún hasta los que no saben leer, el pueblo de los llanos y las lomas, los campesinos y los indios, saben que su puño en alto en son de protesta es una suerte de lanza en defensa de la justicia.
Quizás por eso Gorilletti y su banda fascista ha desplegado cordones de soldados en las carreteras para tratar de cerrar el acceso de los cientos de miles de manifestantes que desde lo más hondo de honduras, pueblos y provincias del interior de la nación, avanzan hacia la capital para reclamar sus derechos constitucionales.
El Gorila no quiere que nadie vea a esos “escasos alborotadores”, pero la mentira, a pesar de la represión contra la prensa, ha terminado por descubrirse. Los lentes de las cámaras han captado a los sicarios del ejército mientras le disparan a las gomas de los autobuses para que el pueblo de verdad, sin afeites ni carteles diseñados en Miami, no llegue hasta al aeropuerto de Tegucigalpa por donde tras una semana de golpe artero, arribará el presidente.
Tampoco Gorilleti y su cerco mediático podrán impedir que las cámaras oculten el momento en que una de las balas que ahora se tiran contra las llantas, rebote y cobre una víctima. Entonces sucederá lo que suele ocurrir en esos casos, y alguien recordará los conocidos versos de aquel poema de Vallejo:
Masa
Al fin de la batalla,
muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: «¡No mueras, te amo tanto!»
Mientras Gorilleti se empeña en negar su condición de golpista y asegura que cuenta con el 80 por ciento del apoyo popular, los medios a su servicio y el ejército que lo apoya, lo desmienten a cada minuto.
Las imágenes de las televisoras son más que elocuentes. En los rostros de los seguidores que aplauden sus demagógicos discursos, se descubre el seño fruncido de la maquiladora que fue sacada de la factoría y transportada a gritar contra su clase, entre señoras de brillantes aretes y exquisitos peinados. Igualmente delator es el seño fruncido del soldado de tez demasiada oscura y rostro aindiado para pertenecer a la clase que apoya a los golpistas. No faltan, incluso, los que, tal vez por vergüenza, hasta se tapan sus rostros con las banderas que le entregaron para ser ondeadas a favor de la represión y la ilegalidad.
Tampoco es cierto, como aseguran ahora algunos comentaristas de prensa, que Honduras se halla dividida en dos bandos: los que siguen a los golpistas y los que reclaman el regreso del presidente constitucional, depuesto el pasado domingo, José Manuel Zelaya. Los del barrio alto, con sus soldados y maquiladoras disfrazadas de burgueses, son una minoría cada vez menor e insignificante en comparación con las grandes masas de pueblo que ha tomado las calles de la capital.
Ni siquiera el reclamo de ambos bandos es similar. Hay algo de operático en los grititos de las señoras e hijas de los empresarios y generales. El pueblo sin embargo, ese que marcha, con olor a sudor, mal vestido y con el rostro oculto por miedo a la represión, ruge como fiera herida, siente realmente lo que dice, sabe que en sus gritos y consignas va su futuro y el de toda América.
Aún hasta los que no saben leer, el pueblo de los llanos y las lomas, los campesinos y los indios, saben que su puño en alto en son de protesta es una suerte de lanza en defensa de la justicia.
Quizás por eso Gorilletti y su banda fascista ha desplegado cordones de soldados en las carreteras para tratar de cerrar el acceso de los cientos de miles de manifestantes que desde lo más hondo de honduras, pueblos y provincias del interior de la nación, avanzan hacia la capital para reclamar sus derechos constitucionales.
El Gorila no quiere que nadie vea a esos “escasos alborotadores”, pero la mentira, a pesar de la represión contra la prensa, ha terminado por descubrirse. Los lentes de las cámaras han captado a los sicarios del ejército mientras le disparan a las gomas de los autobuses para que el pueblo de verdad, sin afeites ni carteles diseñados en Miami, no llegue hasta al aeropuerto de Tegucigalpa por donde tras una semana de golpe artero, arribará el presidente.
Tampoco Gorilleti y su cerco mediático podrán impedir que las cámaras oculten el momento en que una de las balas que ahora se tiran contra las llantas, rebote y cobre una víctima. Entonces sucederá lo que suele ocurrir en esos casos, y alguien recordará los conocidos versos de aquel poema de Vallejo:
Masa
Al fin de la batalla,
muerto el combatiente, vino hacia él un hombre
y le dijo: «¡No mueras, te amo tanto!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Se le acercaron dos y repitiéronle:
«¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Se le acercaron dos y repitiéronle:
«¡No nos dejes! ¡Valor! ¡Vuelve a la vida!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Acudieron a él veinte, cien, mil, quinientos mil,
clamando «¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
clamando «¡Tanto amor y no poder nada contra la muerte!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Le rodearon millones de individuos,
con un ruego común: «¡Quédate hermano!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
con un ruego común: «¡Quédate hermano!»
Pero el cadáver ¡ay! siguió muriendo.
Entonces todos los hombres de la tierra le rodearon;
les vio el cadáver triste, emocionado;
incorporóse lentamente,
abrazó al primer hombre;
echóse a andar...
les vio el cadáver triste, emocionado;
incorporóse lentamente,
abrazó al primer hombre;
echóse a andar...
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