M. H. Lagarde
Hace seis meses mi amigo José acompañó a su madre al aeropuerto. Ella supuestamente viajaría a los Estados Unidos a visitar a su hermano y a una hija, a quienes, por las restricciones de Bush y otras circunstancias, hacia años que no veía.
Una mañana de noviembre José vio a su madre cruzar la puerta de frontera en la terminal 3 y tuvo el extraño presentimiento de que jamás la volvería a ver.
De regreso a casa, temprano aun en la mañana, se le salieron dos lagrimones mientras conducía por la avenida Boyeros. Pensó en la ley de Ajuste cubano y en el desajuste, las divisiones, que la misma había causado entre millones de familias. Pensó en el bloqueo, en las necesidades y en las mentiras de las campañas mediáticas que convertían a la puerta, que su madre acababa de traspasar, en una suerte de umbral del paraíso.
Se sintió violado en lo más profundo por la estafa política de un imperio que ha jugado, cual si de marionetas se tratara, con los más serios y privados sentimientos de millones de seres de humanos.
José estuvo seis meses sin saber nada de su madre. Ayer recibió una llamada. Alguien, según ella, le había facilitado la oportunidad de llamarlo. No podía hablar mucho, dijo. Y agregó: Me tengo que quedar aquí porque no tengo quién me pague el dinero del regreso a Cuba.
También le dijo lo que le había repetido casi todos los días de su vida: que él era lo más grande que le había pasado en su existencia.
José, medio aturdido por la imprevista llamada, solo atinó a decir:
Felicidades en tu día.
yo se lo pago aqui sobramos
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