Todas las prendas blancas salieron de sus casas y caminaron hacia la Plaza este domingo, de a poco en la prima mañana, y luego de a mucho en la medida que el sol se levantaba. Manglar-Zaldo-Aranguren se teñía del lugar común de la pureza, vista desde mi alta ventana.
Yo me fui también a pie, al mediodía, con mi hijo de diez años para brindarle, durante más de cinco horas, el más grande acto de pedagogía pública que he podido ofrecerle en su primera década de vida.
Yo que soy ateo, “a Dios le pido” traducir en palabras de mi mano esa tarde gigantesca, porque aún no he visto escrito lo que allí sentí; por nada más intentaré contarlo.
Algo real pasó en la Plaza, más allá del hecho mismo, mucho más allá de estéticas compartidas o no. Fue una espiritualización masiva, un religioso domingo de anagnórisis y cura cuyo vehículo único es en esta tierra la música, encarnación de la nación misma, “aleph” del imaginario del ser cubano.
Somos iguales, dijo Juanes. Si eso se sabe en parte alguna del mundo, es en esta Isla. Por eso había más de un millón de almas allí, cuerpo a cuerpo, balanceándose en felicidad indescriptible. La polis unida en el ágora, como otras tantas veces, pero con la fuerza inusitada de un millón, suma sin resta posible: mudez de enemigos plañideros.
Para este pueblo la paz no es un concepto “bien”, a-histórico o abstracto, o acaso una consigna vacía, porque ha conquistado su paz enfrentado a una guerra de medio siglo contra balas y contra toda forma despiadada o velada de hacer daño. Entre ellas un cómplice y silencioso intento de asilamiento que ha desembocado en interesada construcción de la más cruel caricatura, esa que el propio concierto destruyó con la misma magnitud de su grandeza.
Pueblo de paz, sabe disfrutarla. Pueblo guerrero, sabe pelear todos los días. La gente se da cuenta de todo y acudió al concierto sabedor de los significados del día. Nada hubo que explicar: la gente sabe más de lo que imaginamos. Eso lo cristalizó Mayito Rivera al cantar a Martí y pura electricidad se hizo la Plaza:
Cultivo una rosa blanca,
En julio como en enero,
Para el amigo sincero
Que me da su mano franca.
Y para el cruel que me arranca
El corazón con que vivo,
Cardo ni oruga cultivo:
Cultivo la rosa blanca.
En esos versos está la nítida línea de la paz, de la serenidad, de la madurez y del diálogo.
Pero este pueblo tantas veces satanizado, se sabe vencedor. No ombligo del mundo, o sí, pero solo a veces como juguetón chovinismo blando. Se trata, en realidad, de que como dijera Abelardo Estorino en un bocadillo inolvidable de Morir del cuento: “aquello era una guerra: o ellos o nosotros. Y al final, nosotros hemos ganado la guerra”.
Y si entonces fue la guerra, esto fue una fiesta, la que nos debíamos por los 50 años de la Revolución que estaba allí hecha carne de su gente, aunque no fuera ese el propósito original del concierto.
La Revolución todavía estaba allí. En las transformaciones de la Revoluxion, en la fijeza de las múltiples resistencias y contradicciones; “ser en el tiempo” que, sucesivo, incorpora nuevas imantaciones. No se necesitaba pancarta alguna; no se blasona de lo que se posee. De los problemas y de las dificultades no me hablen, yo no teorizo sobre ellos, los padezco.
Pero quien vea a un pueblo que ríe y que canta, no se preguntará, excepto aquellos que lucran por opinar de oficio contra Cuba, cómo se construyó tanta hermosura o acaso lo achacarán solo a los poderes de la etnia mezclada ¿Qué mente sensata podría hilvanar la relación entre esa juventud, en “muestra” de un millón, exultante de belleza –hecha de cultura, alimentación, dignidad, atención médica, soberanía, educación–, con calles ensangrentadas dentro de la caricatura de la isla-cárcel arruinada? ¿Quién podrá creer en una población aterrada por la dictadura y muriéndose de hambre si un millón de cuerpos libres como ninguno resistieron no menos de siete horas del sol tropical y al término de estas danzaban, en cadencia perfecta, al ritmo de Los Van Van?
¡Ay, Los Van Van! Cuando la banda ataca el popurrí uno asiste a su propia vida, y la vida de una comunidad, cantada en imágenes y sonidos entrañables. Fiel catarsis: el pueblo, entonces, danza en la Plaza, baila la Plaza, en la más preciada cúspide de la progresiva e inevitable “culteranización” de la política nacional.
Y se hizo el concierto y la luz se hizo puro fuego sobre la Plaza y con ellas la alegría, la pasión, la libertad, el orgullo y la felicidad de ser cubanos.
¡Esta es Cuba y no otra! ¡Que viva eternamente libre!
Tomado de La Jiribilla
Yo me fui también a pie, al mediodía, con mi hijo de diez años para brindarle, durante más de cinco horas, el más grande acto de pedagogía pública que he podido ofrecerle en su primera década de vida.
Yo que soy ateo, “a Dios le pido” traducir en palabras de mi mano esa tarde gigantesca, porque aún no he visto escrito lo que allí sentí; por nada más intentaré contarlo.
Algo real pasó en la Plaza, más allá del hecho mismo, mucho más allá de estéticas compartidas o no. Fue una espiritualización masiva, un religioso domingo de anagnórisis y cura cuyo vehículo único es en esta tierra la música, encarnación de la nación misma, “aleph” del imaginario del ser cubano.
Somos iguales, dijo Juanes. Si eso se sabe en parte alguna del mundo, es en esta Isla. Por eso había más de un millón de almas allí, cuerpo a cuerpo, balanceándose en felicidad indescriptible. La polis unida en el ágora, como otras tantas veces, pero con la fuerza inusitada de un millón, suma sin resta posible: mudez de enemigos plañideros.
Para este pueblo la paz no es un concepto “bien”, a-histórico o abstracto, o acaso una consigna vacía, porque ha conquistado su paz enfrentado a una guerra de medio siglo contra balas y contra toda forma despiadada o velada de hacer daño. Entre ellas un cómplice y silencioso intento de asilamiento que ha desembocado en interesada construcción de la más cruel caricatura, esa que el propio concierto destruyó con la misma magnitud de su grandeza.
Pueblo de paz, sabe disfrutarla. Pueblo guerrero, sabe pelear todos los días. La gente se da cuenta de todo y acudió al concierto sabedor de los significados del día. Nada hubo que explicar: la gente sabe más de lo que imaginamos. Eso lo cristalizó Mayito Rivera al cantar a Martí y pura electricidad se hizo la Plaza:
Cultivo una rosa blanca,
En julio como en enero,
Para el amigo sincero
Que me da su mano franca.
Y para el cruel que me arranca
El corazón con que vivo,
Cardo ni oruga cultivo:
Cultivo la rosa blanca.
En esos versos está la nítida línea de la paz, de la serenidad, de la madurez y del diálogo.
Pero este pueblo tantas veces satanizado, se sabe vencedor. No ombligo del mundo, o sí, pero solo a veces como juguetón chovinismo blando. Se trata, en realidad, de que como dijera Abelardo Estorino en un bocadillo inolvidable de Morir del cuento: “aquello era una guerra: o ellos o nosotros. Y al final, nosotros hemos ganado la guerra”.
Y si entonces fue la guerra, esto fue una fiesta, la que nos debíamos por los 50 años de la Revolución que estaba allí hecha carne de su gente, aunque no fuera ese el propósito original del concierto.
La Revolución todavía estaba allí. En las transformaciones de la Revoluxion, en la fijeza de las múltiples resistencias y contradicciones; “ser en el tiempo” que, sucesivo, incorpora nuevas imantaciones. No se necesitaba pancarta alguna; no se blasona de lo que se posee. De los problemas y de las dificultades no me hablen, yo no teorizo sobre ellos, los padezco.
Pero quien vea a un pueblo que ríe y que canta, no se preguntará, excepto aquellos que lucran por opinar de oficio contra Cuba, cómo se construyó tanta hermosura o acaso lo achacarán solo a los poderes de la etnia mezclada ¿Qué mente sensata podría hilvanar la relación entre esa juventud, en “muestra” de un millón, exultante de belleza –hecha de cultura, alimentación, dignidad, atención médica, soberanía, educación–, con calles ensangrentadas dentro de la caricatura de la isla-cárcel arruinada? ¿Quién podrá creer en una población aterrada por la dictadura y muriéndose de hambre si un millón de cuerpos libres como ninguno resistieron no menos de siete horas del sol tropical y al término de estas danzaban, en cadencia perfecta, al ritmo de Los Van Van?
¡Ay, Los Van Van! Cuando la banda ataca el popurrí uno asiste a su propia vida, y la vida de una comunidad, cantada en imágenes y sonidos entrañables. Fiel catarsis: el pueblo, entonces, danza en la Plaza, baila la Plaza, en la más preciada cúspide de la progresiva e inevitable “culteranización” de la política nacional.
Y se hizo el concierto y la luz se hizo puro fuego sobre la Plaza y con ellas la alegría, la pasión, la libertad, el orgullo y la felicidad de ser cubanos.
¡Esta es Cuba y no otra! ¡Que viva eternamente libre!
Tomado de La Jiribilla
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