lunes, 24 de septiembre de 2018

Como la zorra que perdió la cola



Por Carlos Luque Zayas Bazán

Así como existen los que son más papistas que el mismísimo Papa, ahora emergen los más fidelistas que el mismo Fidel. Estoy convencido que el propio Fidel les diría al conocer sus argumentos: “no me defiendas, compadre…”

El argumento se veía venir y lo han utilizado tirios y troyanos por igual. Los enemigos declarados, los que no posan de revolucionarios, entonaron incesantemente  “de esotra parte, en la ribera”, el canto de cisne de la Revolución cada vez que ellos mismos propalaban la desaparición física de Fidel. Su fútil esperanza se jugaba a una sola carta: la Revolución moriría con la muerte física del líder. Algo que en fúnebre sinergia acompañaba a  las tesis culturales y académicas que pretendían separar a la Patria, de la Revolución y del Partido.
Una vez frustradas sus vanas expectativas cuando la Revolución siguió su curso con Raúl, los troyanos de esta Isla del Caribe, y algunos de ellos troyanos en el sentido egeo, meros caballos de Troya- a saber, esa especie que se reconoce a vuelo de pájaro porque son tan revolucionarios que se auto adjudican en tal medida todas las virtudes de la condición que todo el resto le parecen meros asalariados del pensamiento oficial, - continuaron  enriqueciendo el libelo al aproximarse el momento en que el batón revolucionario pasara de la generación histórica a las nuevas generaciones: comenzaron a repetir que la generación histórica sería la única merecedora de prestigio, de crédito y de confianza.
Compréndase la debilidad del argumento: el crédito y la confianza que dicen tributar a la generación histórica lo ponían de inmediato en entredicho apenas decían reconocerlos: pues si el prestigio, el mérito histórico  y el crédito revolucionario de Raúl (y no sólo de él, por cierto, sino del Partido y de la Asamblea Nacional como órgano democrático de la Nación) avalaban el prestigio, los méritos y el crédito revolucionario de los continuadores, sin embargo, lo cuestionaban de inmediato en ellos, al sostener la idea de que la nueva generación no tendría ya el apoyo de la anterior.
Revelan así que no tenían la confianza que decían tener, y deseaban que los demás no la tuvieran, como la zorra que perdió la cola y,  apoyada en un tronco, animaba a sus congéneres del bosque a que se la cortaran también con el argumento de que les restaba agilidad en la caza.
Esa es la primera contradicción sofística, y en algunos casos, analizando el conjunto de los argumentos de algunos de esos personajes, una muestra de hipocresía política. Reconocían lo que no se atrevían a no reconocer, para después no reconocer lo que emanaba del prestigio de lo que decían reconocer. No es un trabalenguas, pero si lo parece, resulta que se origina en esa falacia.
El desarrollo que ese modo de pensar ha experimentado una reciente adición, que no puede sorprender si partimos de la tesis reductora que la origina. Se trata de lo de siempre: Fidel no está, no estará Raúl y por lo tanto decir Partido, o Fidel o Raúl, ya no serán la misma cosa. En primer lugar, ¿cuándo lo fue? No lo dijo Fidel, quien afirmó que si alguna inmortalidad existía era la del espíritu de rebelión e independencia de un pueblo, quién afirmó que en Cuba había existido una sola Revolución, una herencia cultural de rebeldía sostenida y continuada durante toda la historia cubana.
Pero la falacia hay que sostenerla para lo que verdaderamente interesa: poner en duda al Partido mismo. En eso consiste la exaltación sobredimensionada de la significación de Fidel y de la generación histórica.
Ningún revolucionario cubano duda, como no lo ha dudado  ningún lúcido y honesto pensador aunque no comparta los principios políticos e ideológicos de la Revolución, como atestiguan  numerosos testimonios de personalidades de todo el mundo recogidos en libros, de la extraordinaria importancia que para el proceso cubano ha tenido, y tiene, y tendrá, la gesta, la tarea, el ejemplo, las obras y el pensamiento de Fidel. Ahora: ocurre que hay muchos cubanos que no necesitan proclamarlo a cada paso. Como también ocurre que existe el criterio que lo proclama con frecuencia para al final cuestionar una de las más importantes de las obras de Fidel: la unidad y el Partido mismo.
En efecto, Fidel es la Revolución, como podemos decir que Martí es la Patria. Pero si decimos que Martí y Fidel son la Patria y la Revolución es a manera de un justo y exacto modo simbólico para recoger en su significado que ni Patria, ni Revolución, ni Partido hubiera existido sin la tarea anónima y humildísima de aquel tabaquero de Cayo Hueso que dejaba algunas monedas de sus magros ingresos para que El Delegado organizara expediciones de guerra e independencia.
 Tampoco sin el apoyo campesino de La Sierra, tampoco sin la sangre que se derramó generosa en las ciudades, o la vida en flor estrujada salvajemente por la tortura. Tampoco sin esa fuerza anónima y telúrica del pueblo que se arrojaba a las calles, como en la Revolución del 30, tampoco sin Baliño, sin Mella, tampoco sin Villena, sin Guiteras, tampoco sin el Che…Que si los mencionamos, es sólo para recoger en ellos, quizás con inevitable injusticia, a los que no mencionamos pero hicieron posible, en la intensidad del anonimato de su sacrificio, lo que no hubiera sido posible sin ellos.

Martí estaba muy consciente de su valía. Lo dejó dicho en versos: “mi verso crecerá/bajo la hierba/yo también creceré”. Pero comprendía la exacta función del hombre en la historia y el papel colectivo de los pueblos cuando advirtió: “Yo sé desaparecer, pero no desaparecerá mi pensamiento”.
Gran conductor de pueblos, Fidel también tiene, como cualquier grande hombre de sutil inteligencia, esa aguda percepción de sí. Pero mucha más lúcida conciencia tiene de ser sólo la encarnación de un proceso que fluye de la acumulación de un sumun colectivo, ecuménico, histórico. Que realizan sus mejores hijos, pero que es imposible sin aunar la voluntad de muchos otros. Las revoluciones tienen su sentido profundo y su justificación moral en la injusticia que sufren muchos, aunque estén sólo en condiciones materiales y espirituales de comandarlas los que después puedan parecernos la única condición de posibilidad de las revoluciones.
El pensamiento quizás más extraño a Fidel sería una exaltación de su figura que no tuviera en cuenta cómo y por qué  ocurren las revoluciones, y sobre todo la especificidad de la cubana. Fidel siempre consideró su vida un azar, un capricho misterioso del destino, porque la expuso a la muerte todo lo que pudo, y todo lo que le permitieron exponerla, pero tenía esa granítica confianza en lo mejor del ser humano que él mismo representaba en grado sumo, como para no saber que ahora sólo vivía un milisegundo de la historia, y que el hombre, como especie, jamás se resignaría a una condición de esclavo. Tenía una gran fe en la humanidad, en lo mejor del ser humano, y amaba intensa y profundamente a su pueblo. Lo más valioso que deja Fidel, con todo lo inmensamente valioso que hay en su obra, es esa inspiración de amor, de seguridad y fe que transmitía.
También tenía Fidel aguda conciencia, - una lección de la historia que no desconoció, - de que las energías emancipadoras, las rebeldías populares necesitan de organizadores, aglutinadores, líderes, vanguardias. 
Como aprendizaje vivió con angustia el episodio colombiano conocido como El Bogotazo, cuando fue testigo de las masas enardecidas e indignadas por el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, lanzadas sin dirección ni orden ni concierto por las calles, y entonces echó menos a tener un fusil para sumarse a la protesta y dirigir y organizar aquella explosión popular.Y por ello, porque todo proceso histórico tiene que ser conducido, encauzado, facilitado, organizado y dirigido,  cifró sus esperanzas en lo que supo que era algo superior al hombre político solitario, o a la indignación multitudinaria sin guía y rumbo: la voluntad colectiva de emancipación visibilizada y hecha carne en una organización partidista.
Al decir que el Partido es inmortal Fidel estaba simplemente expresando lo que dejó dicho en su última y conmovedora presencia en el Parlamento: “A todos nos llegará nuestro turno, pero quedarán las ideas de los comunistas cubanos…”.
El Partido no es una entelequia abstracta. Pero no lo es, NO por las razones que esgrimen nuestros enemigos de convicciones, sino porque no conciben  que hay una  Cuba que aspira al comunismo, y que la continuidad partidista precisamente acaba de confirmar,  y que tiene muchos más militantes en Cuba que los que portan o han merecido un carné o forman parte de sus órganos de dirección. Y tiene un legado que continuar y revolucionar, que, - cuando decimos que es el legado de Fidel, - es la herencia que él recogió, continuó, enriqueció y revolucionó para dejarla en la obra en que cifró todas sus esperanzas de revolucionario, el Partido. 

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