Maqueta de una guagua del artista de Santi Spíritus, José Francisco Reyes Fernández |
Por M. H. Lagarde
A un lejano poblado, de cuyo nombre no hace falta acordarse, le asignaron una guagua para el transporte de sus pobladores.
La guagua llegó un buen día junto con la orientación de que sus futuros usuarios decidieran cuál sería su destino, algo que en el pueblo que nos ocupa, atravesado por una sola carretera que lo partía en dos de este a oeste, no resultaba nada fácil de decidir.
Alguien dijo que la guagua debería asegurar el transporte público hacia el oeste porque de ese modo el chofer no tendría que enfrentar en los viajes mañaneros el reflejo del sol en su rostro, pero el único intelectual del poblado objetó tal propuesta. Según afirmó, guagua era sinónimo de ómnibus y ómnibus, como todo el mundo debería saber, significaba en latín "todos", omnis: "todo", y bus era el sufijo que corresponde al caso del dativo plural, por lo que, dijo el intelectual, el destino de la guagua debía decidirse entre todos.
Como era de esperarse, cada poblador deseaba que la guagua tomara el destino de sus intereses. Unos decían que debía ir hacia el oeste porque las condiciones de la carretera estaban mejor; otros, que hacia el este, por la claridad del horizonte; otros propusieron abrir nuevos caminos, aunque no llevaran a ninguna parte, y no faltaron hasta los más románticos o lunáticos que propusieron amarrar la guagua a un gran globo para que, convertida en un vehículo espacial, evitara los numerosos baches de los viejos caminos.
La cosa se complicó aún más cuando alguien dijo que era necesario seleccionar entre los pobladores a la tripulación de la guagua: un chofer y un inspector. Entre los propuestos estuvieron el herrero, el barbero, el pastor de ovejas, el carnicero y el médico.
Sin ponerse todavía de acuerdo, luego debatieron la forma en que se transportaría el personal y otros asuntos. ¿Habría asientos destinados para las mujeres embarazadas, los discapacitados y los ancianos? ¿Cuántos asientos podía ocupar una persona? ¿Quiénes irían de pie y quiénes sentados? ¿Los parados podrían sentarse alguna vez? ¿Los enamorados podrían sentarse juntos? ¿Podrían montar las vacas, los chivos y los burros? ¿Cuánto costaría el pasaje y qué se haría con las ganancias? ¿Qué nombre recibiría la guagua? ¿P-4, P-2, P-10, 222?
Durante seis meses de discusión, el pueblo se paralizó. Cada poblador parecía tener una respuesta, o mejor, su respuesta. Hasta que el único intelectual del pueblo, el mismo que había formado toda aquella locura de debates y deliberaciones a toda hora, propuso que la única manera de ponerse de acuerdo era apelar a la democracia que, como todo el mundo debería saber, provenía de la palabra griega demos, que significaba pueblo, y kratia, que podía traducirse como «fuerza», «dominio» o «poder».
Por tanto, la única manera de echar a andar de una vez la guagua era votando para saber cuál era el criterio de la mayoría. Y lo que decidiera la mayoría era lo que debería hacerse.
Y así se hizo. Y según cuentan los que han logrado salir en la guagua de ese pueblo lejano de cuyo nombre no hace falta acordarse, aunque aún está en discusión si con las ganancias de la guagua se van a comprar más ómnibus o se abrirán nuevos caminos, incluso los espaciales, lo que sí se sabe con certeza es que, por ahora, la guagua anda y, por lo menos, las mujeres embarazadas, los discapacitados y los ancianos tienen su asiento garantizado.
¿Quién asignó la guagua?
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