Por Ernesto Pérez Castillo
Era agosto y era verano y era el año 1976.
Ahí estaba yo. Los pantalones largos de algodón azul oscuro, almidonados la noche anterior, me daban el placer inolvidable del fru-fru-fru tan sonoro al esconder las manos en el fondo de aquellos bolsillos enormes y vacíos. Camisa azul clara, más clara por el desteñido de haberla heredado de mi hermano, que la heredó del hermano mayor, que a su vez la heredó de algún primo que tal vez también la heredó.
Al cuello, siempre mal anudada, la pañoleta blanca y azul. Detrás de mí, mi madre. Ella detrás de unos espejuelos oscuros que le cubrían la mitad del rostro, los dos bajo el sol que esa mañana rebotaba implacable sobre el parque Maceo y sobre los otros tantos niños y sus mamás que se despedían para irse por una semana al campamento de pioneros de Tarará. A nuestras espaldas, el mar. Enfrente, al otro lado de la calle, la explanada enorme donde se acumulaban ladrillos y lomas de arena que muchos años después serían el Hospital Hermanos Ameijeiras.
Yo tenía ocho años, y no recuerdo que ningún otro niño de mi escuela se haya presentado. Así que tras el beso de mi madre, abordé junto a un montón de escolares de toda Centro Habana, a quienes nunca había visto, la Girón V (ómnibus que la gente llamaba “aspirina”, pues alivia, pero no resuelve) y partimos hacia el este de La Habana.
De esa experiencia, la primera, pero no la única, en la playa de Tarará, recuerdo pocos detalles, pero los recuerdo muy bien. Recuerdo la casa en que nos alojamos. Una típica casa de verano con techo de dos aguas, de muchos cuartos, y de muchos baños –donde quiera abrías una puerta y allí encontrabas otro baño, y otro y otro.
Yo, que mi idea del mundo –y de una casa– era la casa a medio hacer de mi familia –una casa oscura que inventó mi padre en lo que iba a ser el garaje de un edificio de cuatro plantas, con dos habitaciones y un baño que nunca fue azulejeado–, no dejaba de sorprenderme ante tantas puertas y ventanas y lo mejor: una escalera que conducía a la segunda planta de la casa, con otros cuartos y más baños y una terraza con vista al mar.
¡Una escalera adentro de la casa! Eso sí que no se me habría ocurrido jamás, y era algo que no dejaría pasar así como así, así que jodí y jodí hasta que la maestra designada a cuidarnos me ubicó en una litera de uno de los cuartos de la planta alta. Y una vez en aquella litera, luché y luché hasta que también logré que me asignaran la cama de arriba.
Eso fue una reparación histórica, justa y necesaria, pues en mi propia casa teníamos una litera, sí, pero nunca me tocó la cama de arriba, ocupada desde siempre por alguno de mis dos hermanos, pero nunca por mí.
Recuerdo también que a toda hora nos daban yogurt, y a toda hora también galletas dulces. Aún me tengo en la memoria, en una sala a la penumbra de una bombilla de muy pocos watts, cayéndome de sueño tras un día de mucha playa, haciendo fila tras los otros niños, mientras la maestra nos sirve el yogurt de antes de dormir.
La verdad es que de aquel viaje y de aquella semana no recuerdo mucho más. Salvo un detalle: un día pasaron por la casa preguntando si alguno de nosotros cumplía años ese mes. Tres o cuatro niños, no sé cuántos, levantaron la mano. Recuerdo que uno de aquellos niños se había hecho amigo mío, y yo sabía que él no cumplía años en agosto, sino en marzo, como yo. Él había levantado la mano por si acaso, para ver qué…
El caso es que los mandaron a bañarse y a ponerse el uniforme y al rato los vinieron a buscar, mientras al resto nos volvieron a dar más yogurt con galleticas, y después de la merienda nos llevaron al Anfiteatro, donde había música y payasos y globos de colores y allí fue que nos vinimos a enterar: ese día era trece de agosto, era el cumpleaños de Fidel, y Fidel estaba en Tarará y celebraría su cumpleaños con aquellos niños que cumplían años en su mismo mes.
De estas cosas me acordé el verano pasado, un día de julio, en medio del Acuario Nacional. Recorría las peceras con mi hijo de la mano, inventándole historias sobre las tortugas, los cangrejos y los caballitos de mar, retardando el momento de enfrentar la cola de la cafetería que suponía abarrotada, mientras Sebastián me preguntaba por qué no había allí ni un solo amiguito con quien jugar. Quisimos ver el show de los delfines, pero el lugar estaba cerrado a cal y canto y no encontré ni un empleado a quien intentar convencerle de que nos dejara pasar.
Ni un empleado, ni nadie. En todo el camino no nos cruzamos con una sola alma. Solo nosotros recorríamos aquellas galerías extrañamente vacías para unas vacaciones recién comenzadas.
Lo mejor, lo increíble, fue llegar a la cafetería y sorprenderme con las muchas ofertas a nuestra disposición, sin otro cliente con quien competir, sin una cola que hacer: todo fue ir, escoger tranquilamente lo que queríamos, y después sentarnos a la sombra a merendar.
Algo raro sucedía allí, y más me lo pareció unos quince minutos después, cuando aquel lugar, hasta entonces tan extrañamente vacío, de pronto se llenó de niños de la mano de mamá y papá que asaltaron la cafetería y colmaron las áreas de exhibición. Lo bueno fue que al fin Sebastián tuvo a mano un amigo para corretear frente a las peceras del acuario.
Un par de horas después, ya de camino a casa, el teléfono me comenzó a vibrar en el bolsillo, y al responderlo fue que me vino a la memoria, sin remedio, aquella tarde en Tarará: la voz al otro lado me anunciaba que Fidel –de quien hacía rato no se sabía nada– acababa de visitar el acuario.
Me sonreí al comprender lo raro del vacío que me había tropezado allí: el público disfrutaba del espectáculo de los delfines, y entre ellos estaba Fidel, aunque yo no me enterase. Por eso no vimos a nadie por ningún lugar hasta que el Comandante se marchó.
Ahora saco la cuenta y veo que, aquella tarde lejana en Tarará, Fidel estaba celebrando sus cincuenta años. Hoy cumple ochenta y cinco. Dos veces lo he tenido tan así de cerca, sin enterarme. Y ni falta que me hace, la verdad.
Que en este país usted da dos pasos y mira y ahí está Fidel, y no en los afiches que los burócratas se cuelgan en sus oficinas, sino en la obra real del día a día, en el médico de familia en la esquina de mi casa, en los niños –todos los niños– que cada día van a la escuela y ninguno a trabajar, en la universidad de la que me gradué de gratis y de la cual salí sin deberle un centavo a ningún banco, y en mi vida sencilla de cubano, casi siempre sin otra cosa en el bolsillo que mi carné de identidad.
Así que, ahora que Fidel cumple años, yo le digo –y no solo por su vida tan larga, sino sobre todo porque ha sido una vida con muchas más luces que manchas-: felicidades, Fidel; felicidades, Comandante.
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