Por Eduardo Galeano
No bien llegué a territorio norteamericano, me acerqué a una computadora y pulsé la tecla Quejas. Mis viejas convicciones anti-imperialistas me impulsaron a protestar contra el muro que Estados Unidos está levantando en la frontera con México. Yo creía que esa vasta pared de acero se proponía impedir la libre circulación de las personas, al mismo tiempo que el Tratado de Libre Comercio aseguraba la libre circulación del dinero, y eso no me parecía bien. Pero la computadora despejó la confusión de mi espíritu:
—No es un muro —explicó—.
Es una obra de arte. Un gigantesco monumento que se erige en memoria de los mártires del oprobioso Muro de Berlín.
Entonces pulsé la tecla Dudas. Se me ocurrió plantear el caso de las leyes contra los inmigrantes. Leyes ya aprobadas, como la 187 de California, que suprime los derechos de los inmigrantes ilegales, y leyes anunciadas, como las que amenazan suprimir también los derechos de los inmigrantes legales. Mi duda era: ¿Se proponen estas leyes beneficiar a los indios? Siendo Estados Unidos una nación de inmigrantes, sólo los indígenas, los Native Americans, quedarían a salvo de esas medidas. Me parecía un gesto conmovedor: una expiación histórica, al cabo de tanto crimen y de tanto desprecio. Pero la máquina me aclaró las cosas: en América, inmigrantes son todos, y los indios también. Ellos vinieron desde el Asia, hace 30 mil años. Las leyes no tendrán excepciones.
Pulsé la tecla Iniciativas. Pregunté si ya existía algún proyecto para fabricar una tinta mágica, que fuera capaz de bañar a la mano de obra latinoamericana, para hacerla invisible, cada día, a la caída del sol, después de las horas de trabajo en los campos y en las calles del norte. Esa tinta podría evitar la molesta presencia de los braceros mexicanos y centroamericanos en las plazas, cines, restoranes y otros lugares públicos de los pueblos y ciudades de Estados Unidos.
—No todavía —informó la computadora.
Volví a pulsar la tecla Iniciativas. Pregunté si a nadie se le había ocurrido la idea de abrir una embajada de los Estados Unidos de América en Estados Unidos de América, con sede en Washington, para que la CIA pudiera organizar golpes de Estado también en su propio país.
—No todavía —repitió la computadora.
Regresé a la tecla Dudas. Pregunté: ¿No será un error que se llame Secretaría de Defensa al órgano de gobierno que se ocupa de la fuerza militar de Estados Unidos? ¿No será un error llamar Presupuesto de Defensa al dinero que la alimenta? Defensa me parecía una palabra equivocada, teniendo en cuenta que Estados Unidos no ha sido jamás invadido por nadie, pero en cambio se ha dedicado a invadir a los demás, desde los albores de su vida independiente, a un promedio de una invasión por año. ¿Y por qué esos gastos de Defensa siguen siendo tan enormes, casi el doble que en 1980? ¿Defensa contra quién, si ahora los rusos son buenos? Con cibernética impaciencia, la máquina me cortó el discurso y puso las cosas en su lugar:
—El mundo amenaza —explicó—. No se puede confiar en nadie. Los buenos de ayer pueden ser los malos de hoy. Los buenos de hoy pueden ser los malos de mañana.
Yo agradecí la información, pero pedí a la computadora que me diera un ejemplo, sin ánimo de abusar de la buena voluntad de la tecnología.
—El tabaco —respondió la máquina.
En ese momento se me iluminó la cabeza. Me di cuenta de que ésa era una tremenda verdad: ayer el cigarrillo había sido bueno, en los labios de Humphrey Bogart o del vaquero de Marlboro, pero hoy es malo. Malísimo. Estados Unidos ha declarado la guerra santa contra el cigarrillo. Ignorante de mí, pregunté: ¿Por qué? ¿Se prohíbe el cigarrillo porque da cáncer, o porque da placer? Entonces la computadora se desconectó. Y yo me quedé sin saber si los marines iban a invadir a los países fumantes, para salvar al mundo del pecado del humo. No habiendo más enemigos a la vista, ésa me parecía una promisoria posibilidad para el Pentágono y su presupuesto.
La máquina se negó a seguir funcionando. No me sorprendió. Yo nunca he tenido confianza en las computadoras. Siempre he sospechado que ellas beben de noche, cuando nadie las ve.
No bien llegué a territorio norteamericano, me acerqué a una computadora y pulsé la tecla Quejas. Mis viejas convicciones anti-imperialistas me impulsaron a protestar contra el muro que Estados Unidos está levantando en la frontera con México. Yo creía que esa vasta pared de acero se proponía impedir la libre circulación de las personas, al mismo tiempo que el Tratado de Libre Comercio aseguraba la libre circulación del dinero, y eso no me parecía bien. Pero la computadora despejó la confusión de mi espíritu:
—No es un muro —explicó—.
Es una obra de arte. Un gigantesco monumento que se erige en memoria de los mártires del oprobioso Muro de Berlín.
Entonces pulsé la tecla Dudas. Se me ocurrió plantear el caso de las leyes contra los inmigrantes. Leyes ya aprobadas, como la 187 de California, que suprime los derechos de los inmigrantes ilegales, y leyes anunciadas, como las que amenazan suprimir también los derechos de los inmigrantes legales. Mi duda era: ¿Se proponen estas leyes beneficiar a los indios? Siendo Estados Unidos una nación de inmigrantes, sólo los indígenas, los Native Americans, quedarían a salvo de esas medidas. Me parecía un gesto conmovedor: una expiación histórica, al cabo de tanto crimen y de tanto desprecio. Pero la máquina me aclaró las cosas: en América, inmigrantes son todos, y los indios también. Ellos vinieron desde el Asia, hace 30 mil años. Las leyes no tendrán excepciones.
Pulsé la tecla Iniciativas. Pregunté si ya existía algún proyecto para fabricar una tinta mágica, que fuera capaz de bañar a la mano de obra latinoamericana, para hacerla invisible, cada día, a la caída del sol, después de las horas de trabajo en los campos y en las calles del norte. Esa tinta podría evitar la molesta presencia de los braceros mexicanos y centroamericanos en las plazas, cines, restoranes y otros lugares públicos de los pueblos y ciudades de Estados Unidos.
—No todavía —informó la computadora.
Volví a pulsar la tecla Iniciativas. Pregunté si a nadie se le había ocurrido la idea de abrir una embajada de los Estados Unidos de América en Estados Unidos de América, con sede en Washington, para que la CIA pudiera organizar golpes de Estado también en su propio país.
—No todavía —repitió la computadora.
Regresé a la tecla Dudas. Pregunté: ¿No será un error que se llame Secretaría de Defensa al órgano de gobierno que se ocupa de la fuerza militar de Estados Unidos? ¿No será un error llamar Presupuesto de Defensa al dinero que la alimenta? Defensa me parecía una palabra equivocada, teniendo en cuenta que Estados Unidos no ha sido jamás invadido por nadie, pero en cambio se ha dedicado a invadir a los demás, desde los albores de su vida independiente, a un promedio de una invasión por año. ¿Y por qué esos gastos de Defensa siguen siendo tan enormes, casi el doble que en 1980? ¿Defensa contra quién, si ahora los rusos son buenos? Con cibernética impaciencia, la máquina me cortó el discurso y puso las cosas en su lugar:
—El mundo amenaza —explicó—. No se puede confiar en nadie. Los buenos de ayer pueden ser los malos de hoy. Los buenos de hoy pueden ser los malos de mañana.
Yo agradecí la información, pero pedí a la computadora que me diera un ejemplo, sin ánimo de abusar de la buena voluntad de la tecnología.
—El tabaco —respondió la máquina.
En ese momento se me iluminó la cabeza. Me di cuenta de que ésa era una tremenda verdad: ayer el cigarrillo había sido bueno, en los labios de Humphrey Bogart o del vaquero de Marlboro, pero hoy es malo. Malísimo. Estados Unidos ha declarado la guerra santa contra el cigarrillo. Ignorante de mí, pregunté: ¿Por qué? ¿Se prohíbe el cigarrillo porque da cáncer, o porque da placer? Entonces la computadora se desconectó. Y yo me quedé sin saber si los marines iban a invadir a los países fumantes, para salvar al mundo del pecado del humo. No habiendo más enemigos a la vista, ésa me parecía una promisoria posibilidad para el Pentágono y su presupuesto.
La máquina se negó a seguir funcionando. No me sorprendió. Yo nunca he tenido confianza en las computadoras. Siempre he sospechado que ellas beben de noche, cuando nadie las ve.
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