miércoles, 11 de marzo de 2009

El hombre que vendía poéticas de la historia

Por Eliades Acosta Matos

En junio de 1996 el doctor Daisaku Ikeda, presidente de la Soka Gakkai International, realizó una visita a Cuba. De sus extensas conversaciones con Cintio Vitier sobre el aporte y significado universales de una figura como José Martí, el Centro de Estudios Martianos publicó un excelente libro, que vio la luz en el 2001. En su página 318 encontré unas palabras estremecedoras a fuerza de sencillas, con las que el doctor Ikeda dejaba sentada su profunda cultura y sabiduría en asuntos humanos: “Cuando existe un claro propósito revolucionario es natural que esa fuerza se manifieste en el júbilo del canto. Y las voces que se suman cantando multiplican, a su vez, el ánimo para continuar la marcha. La historia corrobora este principio con numerosos ejemplos.”
Para subrayar la necesidad urgente de la poesía en las revoluciones, aportaba Cintio Vitier unas palabras no menos sabias, tomadas del propio Martí: “Los genios se deben a la virtud y al perfeccionamiento de la humanidad”, agregando que…”es evidente que Martí atribuyó a la poesía una grave responsabilidad moral, tanto mayor cuanto más fuerte pudiera ser su atractivo estético… No lo imaginamos imponiendo desde el poder una literatura “saludable”. Sabía por experiencia los irrenunciables valores que podía encerrar un “libro prohibido”, como el de Walt Whitman, un escritor “inmoral” como llegó a considerarse a Oscar Wilde…A la torpe censura hubiera opuesto siempre, por respeto a la inteligencia del pueblo, el debate libre en torno a tan delicadas cuestiones”.
Lo dicho en torno a la poesía, y la literatura en general, vinculadas por derecho a las revoluciones, es aplicable a la Historia. Sobre los hombros de los historiadores descansa el derecho a acompañar e historiar las grandes y pequeñas transformaciones de las sociedades donde habitan, y a la vez, el deber moral de propiciar, estimular y participar en eso que Cintio Vitier llamó “el debate libre”, precisamente, por respeto “a la inteligencia del pueblo”, que es el principal artífice de esas transformaciones. A las puertas de la conmemoración de los primeros 50 años de la Revolución cubana, estas palabras y estos imperativos resuenan con fuerza renovada.
Por razones comprensibles, una efeméride como la apuntada, que nos remite a un proceso revolucionario vivo y en marcha, ha de ser, y es, motivo de disímiles interpretaciones dentro y fuera de nuestro país. Cuba siempre ha sido un espacio polémico, de pasiones encontradas, de largas discusiones, a veces inextinguibles, alrededor de las interpretaciones de su devenir como nación. Este rasgo se ha acentuado después del triunfo de la Revolución de enero de 1959, en la misma medida en que se ha reafirmado y enconado la lucha entre los factores del llamado por algunos, eufemísticamente, “problema cubano”. Un proceso que puso en marcha a millones de seres humanos, que ocupa todavía los principales titulares de los diarios de todo el mundo, alrededor del cual ha girado la posibilidad del estallido de una guerra nuclear entre dos superpotencias, que influye decisivamente sobre el despertar de lo que era, hasta hace unas décadas, el mundo colonial y neocolonial, muy especialmente de América Latina, cuyas figuras principales han llenado, y llenan, el imaginario colectivo y la iconografía revolucionaria desde Sri Lanka a La Patagonia y de Soweto a París, no se puede, y no se ha diluido en el sopor de la indiferencia, ni ha sido, ni podrá ser arrinconado en el estante de los “casos cerrados”, ni las “revoluciones concluidas”.
De los intentos por fabricar una historia de la Revolución desde Miami, simplista, manipuladora, y frecuentemente falsa, resentida y marcada desde su génesis por la derrota de la burguesía cubana y el imperialismo yanqui, de la cual es exponente, entre otros Enrique Ross, y son fruto un largo rosario de textos diletantes editados por “Ediciones Universal”, se está transitando a estudios más rigurosos y complejos a los que se despoja de la conflictividad política y la beligerancia ideológica exterior para garantizar su eficacia interior. Siguen siendo, como siempre, armas arrojadizas para el combate político, no abrazos y puentes hacia el rigor y la reconciliación nacional, como proclaman sus avispados promotores. Un oportuno barniz exterior con los discursos y enfoques de la academia norteamericana, a galope entre un liberalismo etéreo y la contracultura deshuesada en que ha terminado buena parte del movimiento reivindicador de los 60, completan la envoltura exterior del nuevo producto, que en las sociedades de consumo, ya se sabe, es más importante que las virtudes intrínsecas de la mercancía.
De los intentos por fabricar una historia de la Revolución desde el interior del país, de manera lineal, complaciente, machacona y frecuentemente carente de emociones humanas capaces de conectar a los más jóvenes con sus datos y análisis, se está transitando también hacia estudios más rigurosos y plurales, que no rechazan la tradición historiográfica revolucionaria, pero que la asumen de manera crítica, como debe ser, y la rehacen de acuerdo a los tiempos y los nuevos métodos científicos. Sirvan, a manera de ejemplo la obra de Francisco Pérez Guzmán, Jorge Ibarra, Eduardo Torres Cuevas, Rolando Rodríguez, María del Carmen Barcia y Oscar Zanetti, y entre los más jóvenes, las de Julio César Guanche, Alain Basail, María del Pilar Díaz Castañón, Julio César González Laureiro, Pablo Riaño, Jorge Renato Ibarra, Félix Julio Alfonso, Joel Cordoví, Marial Iglesias y Abel Sierra Madero.
Estos procesos no son solo privativos de la historiografía cubana, y mucho menos, de la que se encarga de la historia del período revolucionario, como pretende hacer creer un artículo de Rafael Rojas titulado “Dilemas de la nueva historia” publicado en “Encuentro en la Red”. Siguiendo el guión escrito para si mismo desde hace unos años, Rafael Rojas se nos vuelve a presentar aquí en pose de Gran Elector, o como decía Perón, según figura en la excelente biografía de Norberto Galasso, “en el papel de Padre Eterno para bendecir orbi et urbi”, repartiendo a los historiadores cubanos indulgencias, excomuniones y bulas de la misma manera en que reparte cucuruchos cualquier manisero en una esquina de La Habana.
En su artículo, Rafael Rojas toma como punto de partida una afirmación interesante: en la más reciente historiografía de la República, realizada fuera de Cuba, pero especialmente dentro, se perciben aportes sustanciales. Rojas suele negar (urbanamente, eso sí, y cumpliendo al pie de la letra las normas de la etiqueta cortesana del libro de Castiglione), el agua y la sal a todo el que no lleve agua al molino de sus fobias y manías, por lo tanto, cualquiera podría suponer que este reconocimiento de lo inocultable constituye un enorme paso de avance. Pero no seamos ingenuos, las cartas estaban marcadas desde el inicio del juego. ¿A qué se deben tales avances, acaso al desarrollo de las ciencias históricas en la isla, a una mejor preparación de los egresados, a una acertada política de investigaciones, a la ampliación del espectro de enfoques y métodos de investigación, al acceso a fuentes más actualizadas debido a la reanimación de la industria poligráfica cubana y el acceso a Internet? Por supuesto que no: se debe, en sus propias palabras “…a que el discurso teleológico y clasista del Marxismo-leninismo y el nacionalismo revolucionario se ha agotado en la historia académica de la isla”, o dicho de manera más directa, la ciencia histórica ha florecido en la isla, emergiendo impoluta y liberada sobre los supuestos cadáveres del Marxismo-leninismo, el nacionalismo y la Revolución.
Rafael Rojas tiene todo el derecho del mundo a confundir sus deseos freudianos con la realidad, y a sublimar en los artículos que periódicamente publica en “Encuentro” o “El Nuevo Herald” lo que esta, de manera nada cortesana, se ha empeñado en negarle. Ha demostrado pertenecer, por derecho propio al mismo club al que pertenece el inefable Andrés Oppenheimer con su libro “La hora final de Castro”, publicado en 1992, un optimista primoroso que hubiese servido de prototipo a una obra de Voltaire, como lo es Ernesto Hernández Busto, con su blog “Ultimos días de Fidel”, que debutó en julio del 2006, Daniel Bell con su libro “The End of Ideology”, de 1960, y Francis Fukuyama con su “The End of History and the Last Man”, de 1992. Pero donde no le asiste el mismo derecho a Rafael Rojas es cuando intenta manipular a sus lectores con triquiñuelas pueriles como esa del fin del enfoque clasista del Marxismo-leninismo, a la hora de analizar los fenómenos sociales o históricos, o cuando desde la distancia considera de “agotado” el discurso académico que califica como “nacionalista revolucionario”. Lo cierto es que Rojas ha sobrevalorado su capacidad como enterrador, cosa que, por cierto, no ha osado hacer la derecha neoconservadora norteamericana, ni siquiera en los tiempos de la caída del Muro de Berlín. Bueno, ya se sabe que los cubanos somos, de por sí, algo exagerados.
Es sumamente curioso que Rafael Rojas se considere llamado a extender el certificado de defunción al Marxismo-leninismo en la historiografía de una sociedad socialista como Cuba, cuando en los Estados Unidos, el país capitalista más poderoso del planeta, este muestra una vida muy activa dentro de la misma academia y las universidades que se suponen empobrecidas por su contagio. De no ser así, un libelo rabiosamente de derecha como “Front Page Magazine” no hubiese creado y mantenido una sección fija llamada “Campus Watch”, para “disuadir” a los profesores de izquierda norteamericanos con los métodos democráticos del acoso, la calumnia y la vulgar denuncia, como por ejemplo hizo un tal Tzvi Khan, en marzo del 2005,(ah, esa recurrente debilidad de los neoconservadores a enmascararse con las minorías), enfilado contra Mark Levine, profesor de la Universidad de California-Irvine. De no ser así, otro representante de minorías, Darío Fernández Moreira, hasta ahora autor de libros sobre Cervantes y Lope de Vega, no nos hubiese asombrado reciclándose como autor de una obra de lujo, que se vende en Amazon al precio de $ 132 USD el ejemplar, titulada “ American Academia and the Survival of Marxits Ideas”, publicado por Praegers Publishers, en 1996. Siendo de otra manera, una neoconservadora de fuste como Midge Dexter, esposa de Norman Podhoretz y cercana colaboradora de Donald Rumsfeld, en los ochenta, no hubiese dado una magnífica definición que no puedo dejar de regalar a Rafael Rojas, aunque temo que no me lo agradecerá. Puede hallarse en el artículo publicado por ella en mayo de 1990, en “Contentions”, titulado “Samuel Bowles: Being Left Means Never Having to Say You’re Sorry”: “En los Estados Unidos, al igual que la muerte y los impuestos, la izquierda siempre nos acompañará”.
Y claro, estas palabras me relevan de recordarle a Rafael Rojas que en el libro de Richard A. Possner “The Public Intellectuals: A Study of Decline” (Harvard University Press, 2002), por cierto un autor nada condescendiente con izquierdistas ni marxistas, figura Noahm Chomsky, en el número uno del ranking, y no es el único, ni mucho menos.
En cuanto al abandono por los historiadores cubanos de lo que afirma es un nacionalismo revolucionario moribundo, recomiendo a Rafael Rojas hacer un estudio comparativo de lo que se publica en los Estados Unidos desde el 11 de septiembre del 2001. Sin dudas le esperan sorpresas, como por ejemplo, que otra de las neoconservadoras más destacadas del país, la señora Lynne Ann Vincent Cheney, esposa del Vicepresidente de Bush, y la historiadora del clan, ha dedicado sus últimos años a desarrollar una cruzada para promover la versión neo del nacionalismo norteamericano, con títulos tan sugestivos como “América: A Patriotic Prime”(2002), “When Wáshington Crossed the Delaware: A Winter Story for Young Patriots”(2004) y “Our 50 States: A Family Adventure Acroos América” (2006).
¿Dónde radica, según Rafael Rojas, “el principal dilema de la historiografía cubana en las próximas décadas”? La lista de deseos navideños con la que Rojas responde a su propia interrogante, es también freudiana, un carnaval axiológico donde el deseo o el “debe ser” se intenta imponer, claro refinada y civilizadamente, a la realidad y al “ser”:
-“Profundizar la flexibilidad ideológica.”
-“Profundizar la conciencia de un pasado políticamente plural… en el abordaje de un período que muy pronto desplazará a la República como foco de atención de los historiadores: la Revolución”
Como era de suponer, después de tan ímprobo esfuerzo, Rafael Rojas no desperdicia la oportunidad de señalar a los historiadores del futuro la senda luminosa que ha de conducirlos a lo que ha dado en llamar “una nueva historia del período revolucionario”. Sus elementos constitutivos nos son revelados en su artículo, de la misma manera que Moisés recibió en lo alto del Monte Sinaí, de manos del Señor, los Diez Mandamientos:
-“Reconocerá que actuaron (en la Revolución) múltiples factores sociales y políticos…”
-“Reconocerá que existían disímiles razones (desde 1959) para oponerse a un régimen de partido único, economía estatal y lealtad incondicional a un caudillo”
-“(Aceptará) sin prejuicios ideológicos (otro eufemismo de campeonato, que no puedo sustraerme a la tentación de subrayar) la experiencia “del enemigo”
-(Llegará) a un nuevo concepto de Revolución”
Me permito coincidir, absolutamente, con Rafael Rojas en uno de estos puntos, el último. En efecto, de cumplirse el segundo y el tercero, (para obtener pruebas de que el primero está presente hasta en las más ortodoxas interpretaciones historiográficas del período revolucionario bastaría abrir muchos de los libros publicados en estos años) no hay dudas de que arribaríamos inexorablemente a lo que llama “un nuevo concepto de Revolución”: el de la Revolución derrotada por sí misma, el de un proceso claudicante y en liquidación.
Rafael Rojas concluye en este artículo su larga transfiguración, un proceso tan trabajoso y prolongado como el de un quelonio en busca de un nuevo carapacho, que lo ha llevado desde intentar introducir en las investigaciones historiográficas cubanas el concepto más que ambiguo de “poéticas de la Historia”, hasta este, ya nada ambiguo, de “nuevo concepto de Revolución”. Atenazado por sus ansias de fundador-restaurador ha bailado ante nosotros el minué versallesco que lo debe diferenciar de los historiadores nacionalistas revolucionarios y de los marxistas-leninistas, purgándose así, coreográficamente, como hacía el Rey Sol, de esos “excesos juveniles”. Pero en su extrema bondad, sin prejuicio ideológico alguno, claro está, nos invita sumarnos a la comparsa con los gestos aterciopelados de sus manos. No es para hacer política, no se cansa de decirnos, apenas para facilitar, lo que denomina, como “lo mejor que podría pasar”.
Y para no dejar al azar nada de “lo mejor que podría pasar”, Rafael Rojas formula una declaración final, que no puedo dejar de citar. En su docta opinión, la ideología revolucionaria, a la que llama “oficial”, desautoriza a la revaloración historiográfica de la República “con el argumento de que la oposición, el exilio y el gobierno de los Estados Unidos desean una restauración del antiguo régimen o una anexión de la isla”. ¿Debe asombrarnos que Rojas considere estas posibilidades como risibles y anticuadas? Y lo mejor es que lleva razón.
Por supuesto que no solo los pueblos aprenden las lecciones históricas, también las clases desplazadas del poder, y muy especialmente, los imperios. Apenas un puñado de batistianos trasnochados y los energúmenos de Miguel Saavedra, el acarreador de los esquiroles de “Vigila Mambisa”, pueden imaginar entre las brumas del Alzheimer y los líquidos espirituosos que se pueden retrotraer a la isla al estadio anterior a 1959, como una foto sepia, congelada en el tiempo, que de pronto se anima en una moviola. “Esa” Cuba, sin dudas, ha dejado de existir irremisiblemente y para siempre. Lo que busca esa Santísima Trinidad que justamente Rojas define como “oposición, exilio y gobierno de Estados Unidos”, que como en el caso divino son tres y uno a la vez, no es regresar a Cuba a antes del 59, sino regresar a Cuba al capitalismo. A eso precisamente, se opone y se opondrá la Revolución y con ella, la inmensa mayoría del pueblo cubano.
Claro que los planes “restauradores” no están diseñados solo para reabrir los casinos que administrarán ahora los Soprano, y no Meyer Lansky. Claro que no se trata de robarse el dinero destinado a la merienda escolar, al acueducto de Manzanillo, o a la carretera de Baracoa: eso pertenece a la edad de la inocencia del capitalismo criollo y sus sostenedores del Norte. Claro que no hace falta una anexión para dejarnos sin independencia, sin soberanía, sin dignidad nacional, uncidos definitivamente al carro del capitalismo global, con las secuelas que esto implica y que preocupan hasta a ciertos enemigos de la Revolución que no han dejado de ser cubanos, imaginando a una Cuba neoliberal en tiempos de narcotráfico, crímenes políticos, mafias, transnacionales voraces y políticos corruptos. ¿Y quién lo evitará? ¿Acaso las poéticas de la Historia que nos vende Rafael Rojas o su nuevo concepto de Revolución? La Revolución verdadera, que es una sola, ya cumplió su cincuenta aniversario. Una de sus primeras medidas fue llevar la educación y la cultura al pueblo, precisamente para que haga como ha venido haciendo hasta ahora, cada vez que se le acerca el mercader de turno: cerrarle la puerta de la Patria en la cara.

No hay comentarios:

Publicar un comentario