Enrique Ubieta Gómez
Ayer estuve con mis amigos trovadores Silvio Alejandro, Ray Fernández, Ariel Díaz, Fidelito, y con el crítico musical y periodista Bladimir Zamora, en la Casa Natal de José Martí. Esperamos entre canciones el cumpleaños del compatriota Martí, ese “flaquito” --como dice Bladimir--, que todavía nos une y nos hace pensar. Ninguno de los allí presentes lo idolatramos como nuevo Dios de una religión absurda. Es simplemente eso: el poeta, el revolucionario, que nunca muere, en el único sentido posible, el de la perenne actualización. Un abuelo-fundador que ningún cubano puede desconocer, si quiere fundar. Mientras mis amigos disparaban sus canciones como balas, y no de salva, pensaba en que para destruir lo que hoy somos, nuestros enemigos tendrán que destruir primero lo que antes fuimos. Y eso en efecto se proponen. La destrucción (racional o emotiva, según sea el autor y el destinatario) del concepto de nación o de patria como símbolos venerables de unidad. Y no precisamente para construir algún nuevo internacionalismo –al que me sumaría gustoso--, sino para respaldar los intereses trasnacionales que puedan beneficiarlos.
Recuerdo ahora, por ejemplo, que algunos blogueros definidos como contrarrevolucionarios postearon hace algún tiempo las fotos de una autora desnuda sobre la bandera cubana y de otro autor que se masturbaba sobre ese símbolo. El escritor Juan Abreu, residente en Barcelona, publica a menudo en su blog (y luego difunde en otros), diatribas antipatrióticas con afirmaciones como esta: “Ya he hablado en otras ocasiones del trapo nacional y la mayoría de ustedes sabe lo que recomiendo: limpiarse el culo con él. Creo sinceramente que a no ser que se incluya una asignatura en las escuelas primarias donde se enseñe a mear, escupir y cagar en la bandera, estamos perdidos”. No creo en fetiches, ni respeto de forma literal la letra de la Constitución con respecto a los símbolos patrios: pienso que aunque rompe lo establecido, es hermoso ver a los deportistas triunfadores arropados en la enseña nacional de sus países. Contaminar a la bandera de sudor es en ese caso una ofrenda de lealtad. No son lealtades absurdas o prescindibles cuando el propósito de desunirnos, de desarticular los hilos que unen mi existencia a la de mis vecinos, tiene propósitos desmoralizadores.
Las naciones tendrán razón de ser, mientras sean espacios donde construir sociedades más justas, que impidan la depredación de sus recursos humanos y naturales. Los que no pertenecen a una familia, a un equipo (si gustan de un deporte), a una nación, los que simplemente no pertenecen a nada, son mercenarios potenciales, porque solo viven para sí. Patria es Humanidad, dijo Martí, y yo lo reafirmo. Voto a favor de eliminar todos los obstáculos que impiden hoy la conformación de una única nación, la del género humano. Por ella, estoy dispuesto –aunque parezca una declaración trasnochada--, a calzar las botas del Che, a sentir en mis talones el costillar de Rocinante. Pero por el momento tenemos a una América Latina más unida, más conciente, más libre.
Pero no nos confundamos, más conceptuosos, pero esencialmente iguales en el empeño de destruir el discurso de unidad nacional, son quienes se ubican en el extremo “racional”, la otra punta de la misma soga: los “teóricos-ideólogos” que desde inicios de los noventa defienden “un nacionalismo suave” con argumentos postmodernos o supuestamente globalizadores y todos aquellos que inútilmente tratan de rebajar o descalificar la figura de José Martí.
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