Por Ernesto Pérez Castillo
El Wikilio que está estremeciendo al mundo, que desde hace semanas no nos deja dormir ni soñar, y que no hace sino crecer y engordar, ya no da para mucho ni para poco más.
La subtrama sigue siendo la puesta en blanco y negro de lo que hasta el último gato de cualquier tejado conocía desde hace mucho tiempo ya —que los yanquis espían y se dicen y desdicen sin compasión, y mandan a morir y a matar—, pero de lo cual ahora tenemos las pruebas al alcance de la mano (por supuesto, al alcance de la mano de quien tenga Internet de banda ancha y tiempo que perder en los entresijos de la red global).
Porque la trama verdadera, que si uno presume de informado es la que se lee en El País y en El Nuevo Herald y en la BBC y en The New York Times y en el resto de la bobería mundial, es que una sueca haciéndose la sueca se llevó a Assange a la cama y ahora lo demanda porque la pobre se quedó dormida mientras el australiano hacía como que le hacía el amor, o porque se le rompió el condón (¿antes, durante, después?) o porque después no le telefoneó, o porque se fue del apartamento sin darle tiempo a comentarle lo aburrida que le resultó la noche.
Y con eso los diarios hacen su agosto, y llenan las primeras planas con enormes titulares: que si Assange tendrá derecho a fianza o no, que si Assange será por fin extraditado a Suecia, que si después de Suecia los yanquis lo van a secuestrar para desaparecerlo en Guantánamo, que si esto, que si lo otro, que si patatí, que si patatá…
En fin, que a estas alturas del juego todo el que día a día lea los periódicos se estará preguntando, finalmente, qué va a pasar con Assange y espera comiéndose las uñas la continuación de la wikinovela del día después.
Pero, la gran pregunta, como siempre, es otra muy otra y a nadie se le ha ocurrido todavía, y esa es la idea. Justo para eso es que se vierten toneladas de tinta adormecida en los periódicos cada amanecer y se revientan de megabytes tantas y cuantas páginas webs.
Porque lo cierto, a diez de últimas, es que ahí están las pruebas mondas y lirondas de que doña Hillary Clinton se pasó por debajo de la falda todo el protocolo de la diplomacia internacional y dio la orden, firmada de su puño y letra, de conseguir, luchar, robar, espiar para que a como diera lugar le pusieran sobre la mesa de su despacho las huellas digitales, las secuencias de ADN, las contraseñas de correo, y todo aquello que pudiera serle útil para extorsionar, chantajear, manipular y presionar al resto de los diplomáticos del mundo mundial.
Entonces, con todo aquello pesando sobre la Clinton, salta la prensa a decir que Assange es un violador temible, y que el soldado yanqui que le regaló los documentos secretos es un homosexual que se sentía humillado. ¡Cuánta casualidad! ¡Qué manera tan creativa, inocente, sana y novedosa de defender a la Secretaria de Estado!
Porque en honor a la verdad, ¿a quién rayos le importa qué va a pasar con el chismoso Assange? La gran pregunta, la que los periódicos deberían hacerse y hacerle a la gente si fueran serios y sirvieran para algo alguna vez, no tiene que ver con el australiano salta camas ni con su soplón uniformado.
La gran pregunta, destapado el basurero imperial, y con todos los trapos sucios de Washington puestos al sol, a secarse sin lavar, es preguntarse, después de tantas normas rotas de medio a medio, con la Hillary Clinton, ¿qué va a pasar?
Y, ¿sabe usted?, nada, nadita de nada le va a pasar. Que la casa siempre gana, y esa, mal que nos pese, es toda la verdad.
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